Gobernanza internacional en tiempos de ciberdelitos
Cristopher Ballinas Valdés
Hace unos días, el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, António Guterres, celebró la firma de la Convención de las Naciones Unidas sobre la Delincuencia Cibernética. El proceso de adopción de esta Convención fue liderado por la Asamblea General de la ONU, que aprobó el texto en diciembre de 2024 tras un extenso ciclo de negociaciones entre Estados miembros, expertos técnicos y organizaciones internacionales.
Esta convención fue concebida como una respuesta global ante el acelerado avance y la creciente complejidad de los delitos digitales, que afectan tanto a individuos como a instituciones públicas y privadas en todos los continentes. La Convención, es un instrumento jurídicamente vinculante, y establece un marco común para prevenir, investigar y sancionar una amplia gama de conductas ilícitas en el entorno digital, como el fraude electrónico, el robo de identidad, el acceso no autorizado a sistemas informáticos y la explotación infantil en línea. Además, fomenta la cooperación internacional entre autoridades judiciales y policiales, promueve el intercambio de información y busca armonizar las legislaciones nacionales. En su redacción se ha puesto especial énfasis en salvaguardar los derechos humanos, garantizar el debido proceso y evitar el uso indebido de herramientas digitales por parte de los Estados, lo que convierte a la Convención en un instrumento equilibrado entre seguridad digital y protección de las libertades fundamentales.
El tratado también reconoce la urgencia de fortalecer las capacidades institucionales de los países en desarrollo, que suelen ser los más expuestos a los riesgos del crimen digital. Para ello, contempla mecanismos de asistencia técnica, programas de formación especializada y esquemas de transferencia tecnológica, con el objetivo de reducir las brechas en infraestructura, conocimiento y respuesta operativa. Más allá de la sanción penal, la Convención apuesta por la prevención mediante, campañas y marcos regulatorios adaptados a los desafíos de la era digital.
La apertura a la firma, realizada el 25 de octubre de 2025 en Hanói, Vietnam, contó con la adhesión inicial de más de 70 Estados, lo que evidencia un consenso internacional sobre la necesidad de enfrentar el ciberdelito de manera coordinada, inclusiva y multilateral. La Convención estipula que entrará en vigor 90 días después de que al menos 40 países la ratifiquen conforme a sus procedimientos internos, por lo que es probable que entre en vigor en algún momento del próximo año. Esto la convertiría en el primer instrumento jurídicamente vinculante de la Organización de las Naciones Unidas en la materia, estableciendo un marco internacional común para combatir los abusos y crímenes que ocurren en el entorno digital.
Su importancia es doble: por un lado, se trata de un documento vinculante que, una vez alcanzado el umbral de ratificación, será aplicable a todos los Estados miembros de la ONU, independientemente de que lo hayan ratificado individualmente. Esto significa que los Estados no podrán escudarse en la no aplicabilidad del tratado para evitar su cumplimiento. Por otro lado, ofrece una guía normativa para aquellos países que aún carecen de instituciones, leyes o capacidades organizacionales para enfrentar el ciberdelito. La Convención puede servir como base para crear o reformar marcos legales, llenar vacíos institucionales y establecer estándares internacionales en contextos donde las disputas políticas internas han impedido avanzar en esta agenda.
Más aún, este marco internacional limita la posibilidad de que empresas, organizaciones o gobiernos operen en jurisdicciones con regulaciones laxas para evadir responsabilidades. Al establecer reglas comunes, se reduce el espacio para prácticas que se desarrollaban en los márgenes de la legalidad, y se fortalece la cooperación internacional en la persecución de delitos transfronterizos, sin comprometer los principios de soberanía ni los derechos fundamentales de las personas.
Como hemos señalado en esta columna en diversas ocasiones, la tecnología —su mal uso, la falta de acceso equitativo, los desarrollos desiguales— representa uno de los grandes desafíos contemporáneos, junto al cambio climático, la pobreza y la migración. La Convención, por sí sola, no resuelve todos los problemas, pero sí ofrece un marco para la acción y la cooperación. Lo que deja claro es que los retos globales, como el ciberdelito, solo pueden ser atendidos si existe un reconocimiento colectivo de su gravedad y un compromiso real para enfocar esfuerzos estratégicos en su solución.
No se trata de una solución definitiva, ni de un instrumento que por sí solo erradicará el crimen digital. Pero en un contexto donde la tecnología evoluciona más rápido que las leyes, y donde los delitos cibernéticos se vuelven cada vez más sofisticados, contar con marcos jurídicos oportunos, estratégicos y técnicamente refinados es indispensable. La Convención representa un paso necesario —aunque no suficiente— hacia una gobernanza digital más justa, cooperativa y eficaz, que permita enfrentar los desafíos del presente sin perder de vista los derechos y libertades que deben protegerse en el futuro.
