Desafiar al águila

René Delgado

En defensa de intereses grandes o chicos y con ánimo hacer valer su fuero a partir de la impunidad o la pusilanimidad, más de un actor empresarial, criminal o político se ha aventurado en un juego peligroso: desafiar a quien porta, terciada al pecho, la banda tricolor con el escudo del águila y la serpiente.

Quizá, en la lógica de esos osados y desvergonzados personajes, tres factores —la complicada circunstancia interna y externa, la fragilidad de su posición y la falta de operadores— impiden a la mandataria tomar acción determinada y contundente en su contra y, en tal virtud, se han insertado en un torneo de fuerza, en jugar a las vencidas con ella. Se sienten en condición de desafiarla.

Tal idea pasa por alto un detalle. Justamente por aquello que la contiene, en algunos de esos retadores, la jefa del Ejecutivo podría encontrar la oportunidad de ampliar su margen de maniobra a fin de consolidar su fuerza y liderazgo. Se puede especular, desde luego, si el estilo personal de la responsable de las instituciones nacionales da para adoptar una decisión de ese calado. Sí, pero por lo general esas determinaciones no las dicta la voluntad, sino la necesidad política.

Cuando se sitia y reta al poder constituido, éste intenta romper el cerco no sólo donde puede, sino también donde deja en claro su ejercicio.

Aun cuando la presidenta de la República y su equipo hacen malabares para generar la percepción de que actúa sin cortapisa alguna —política o económica, doméstica o foránea—, a nadie escapa un hecho: la acción presidencial se advierte limitada.

No es para menos, a la acción de gobierno o, si se quiere, al ejercicio del poder lo frena la falta de recursos económicos; le resta posibilidad la incertidumbre provocada por la política de seguridad, migración y comercio desplegada por el poderoso vecino; lo acota la pugna sorda dentro del movimiento que lo ampara; lo presiona el estallido de problemas, engendrados no ahora, sino tiempo atrás; lo dificulta la carencia de operadores políticos eficaces y leales; lo compromete el legado recibido, deslustrado por los errores cometidos o desprestigiado no por los adversarios, sino increíblemente por los familiares; lo desgasta la indisciplina y los desplantes de algunos dirigentes, legisladores y cuadros de Morena…

Todo eso es cierto y, por si algo faltara, la jefa del gobierno y del Estado opera a contrarreloj porque, aparte de la urgencia de estampar su sello e incrementar el crecimiento económico, requiere estar en posición y condición de encarar las elecciones intermedias del año entrante en Estados Unidos y, luego, en 2027, las de México que pondrán en juego quién es quién en Morena a la hora de lanzar o tirar candidaturas. Lo paradójico del asunto es que, precisamente, por esa colección de adversidades no se puede descartar que, por necesidad, la mandataria dé un golpe sobre la mesa. Un golpe de alto impacto y bajo costo político.

Desde esa perspectiva, quienes se ven tentados a confrontar y desafiar a la jefa de Estado se podrían llevar una sorpresa: verse doblados, antes de doblegarla.

Tanto se dejó crecer la impunidad criminal y la pusilanimidad política que, ahora, más de un empresario, delincuente o político se siente inmune a cualquier acción en su contra desde el poder legitimado y, peor aún, se considera con fuerza para disputarle autoridad a quien lleva la investidura presidencial.

En esa tesitura, no asombra que un defraudador fiscal disfrazado de generador de riqueza compartida convoque a empleados y desorientados a festejar su cumpleaños en un mitin, donde juega a desafiar, negociar, competir o halagar al poder, viendo por cuál de esas pistas corre mejor el propósito de anular o disminuir sus obligaciones con el Estado. No sorprende que quienes saquean recursos nacionales mediante el robo o el contrabando intenten asfixiar a la capital de la República con bloqueos carreteros o quienes, desde la propia estructura del gobierno, bloquean el propósito de neutralizarlos. No provoca estupor que legisladores como Adán Augusto López o Cuauhtémoc Blanco sientan que es la mandataria quien necesita de ellos y no a la inversa. No genera extrañeza que los sicarios de la extorsión o el narcotráfico ejecuten a plena luz de día y marquen con sangre el dominio sobre el territorio. No causa estupefacción el afán de algunos políticos perseguidos de presentarse como perseguidos políticos. Esos actores juegan con fuego al pretender colocar contra la pared al poder legítimamente constituido.

Tanto se pateó el bote de problemas durante los gobiernos anteriores —incluido el del antecesor— que, ahora, es un barril de pólvora. Los problemas derivaron en crisis.

El cuadro nacional y el entorno no pinta una mejora; al revés, barrunta una tormenta. Ante ello, a querer o no, en breve la circunstancia reclamará a la mandataria tomar decisiones fuertes si quiere establecer, sin asomo de duda, quién lleva el mando.

Ante esa perspectiva, los actores con o sin corbata, con o sin fuero, de casimir o mezclilla, que se jactan de desafiar al Ejecutivo y, con él, al Estado, podrían convertirse en candidatos naturales a la necesidad de descargar sobre alguno(s) de ellos la fuerza, dejando en claro en dónde está la facultad y la capacidad de ejercer el poder. No es un problema de estilo o modo, es de fondo. Quizá, incluso de sobrevivencia política. Los retadores avanzan por un pasillo, donde sólo cabe uno o, en el caso, una.

Pensar lo contrario, en el achicamiento de quien lleva la jefatura del gobierno y del Estado, sería tanto como asumir la posibilidad de que el sexenio vaya a agotarse apenas un año después de su inicio. Desafiar al águila es un juego peligroso en extremo.

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