La corrupción que empobrece: la herida oculta de los programas sociales

Emiliano García Ruiz

Durante sus 18 años de campaña, Andrés Manuel Lopez Obrador prometió acabar con la corrupción y generar más prosperidad en México, haciendo de estas ideas el estandarte moral de MORENA. A siete años del gobierno morenista, se cambiaron los rostros pero se mantuvieron los mismos modos.

Ya los escándalos de corrupción no recaen por completo en los viejos políticos “neoliberales”, sino en las mismas filas del partido que, de forma mesiánica, prometía extirpar del país la causa de todo mal: la corrupción. Tal es el caso de Seguridad Alimentaria Mexicana (Segalmex), con desvíos de más de 15 mil millones de pesos destinados a los programas de alimentación para poblaciones vulnerables, mismos que documentó Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad y que, posteriormente se confirmó el 29 de junio de 2023 por el mismo AMLO

Esto es un asunto más grave de lo que parece: ahora la corrupción no está sólo en las licitaciones de obra pública, sino también en los programas sociales -pilar del gobierno actual-, en la compra de medicamentos a sobreprecio por el IMSS, está en las transferencias directas y becas.

México se ha vuelto experto en gastar dinero sin mecanismos de transparencia. Durante años se ha instalado la idea de que basta con transferir dinero para combatir la pobreza. Pero hay algo que casi nadie menciona y que no es una opinión, sino evidencia: la corrupción erosiona, captura y anula el impacto económico de los programas sociales. No lo dice la oposición ni algún informe extranjero; lo demuestran los datos.

A mediados de 2025 realicé un estudio sobre el impacto económico y social de la corrupción en el país. El hallazgo fue tan claro como incómodo: la corrupción reduce sensiblemente la capacidad de los programas sociales para generar desarrollo real. Cuando un programa es opaco se abren espacios para el enriquecimiento ilícito y su capacidad de impacto se cierra hasta ser estadísticamente irrelevante. 

En otras palabras: el dinero llega, pero no transforma. Esa es la paradoja central de la corrupción mexicana: cuanto más aumenta el gasto social sin regulaciones ni contrapesos, menor es la movilidad social. Porque un país que permite que la corrupción penetre sus políticas redistributivas no está combatiendo la pobreza: está reproduciendo desigualdad.

El actual gobierno se vende como el mayor defensor del pueblo, pero la realidad es otra: programas sin evaluación, padrones reservados, opacidad en la entrega de recursos y captura política de sectores políticos importantes. No se combate la corrupción, se administra.

El discurso oficial dice que “por el bien de todos, primero los pobres”. La práctica muestra algo distinto: “por el bien de unos cuantos, primero la corrupción desmedida”.

Los programas sociales son herramientas poderosas para establecer un suelo parejo. Pero solo funcionan cuando van acompañados de reglas claras, transparencia y mecanismos anticorrupción efectivos. Sin eso, terminan convertidos en botín político. Y entonces ocurre lo de siempre: hay gasto, pero no hay desarrollo.

Debemos entenderlo con claridad: la corrupción no sólo roba dinero; roba futuro. Roba todo lo que los programas sociales prometen pero, en estas condiciones, nunca entregan.

México no necesita más programas desregulados: requiere instituciones que funcionen, evaluaciones independientes que midan impacto, reglas que impidan que los recursos públicos terminen en bolsillos del partido de estado.

El país seguirá empobreciéndose mientras sigamos confundiendo asistencialismo con justicia social, lealtad política con bienestar y gasto público opaco con desarrollo.

La pobreza no es sólo falta de dinero: es falta de Estado; y en México, la corrupción lo está desmantelando por dentro.

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