México, ¿qué le estamos haciendo al ecosistema digital?

Fabiola Peña

En México llevamos años hablando de digitalización, de innovación, de la economía del futuro. Decimos que queremos ser un país competitivo, atractivo para la inversión y justo con quienes generan valor a través de Internet. Pero, en la práctica, pareciera que no terminamos de entender qué necesita realmente un ecosistema digital para florecer.

Mientras en otros países se habla de garantizar derechos en entornos digitales, de fomentar la inclusión financiera, de promover el emprendimiento, aquí nos estamos ocupando —otra vez— de cómo poner más controles, más obligaciones desproporcionadas y más sanciones. Lo más preocupante no es que el Estado quiera fiscalizar (esa parte es legítima), sino cómo lo está intentando hacer.

Desde hace semanas probablemente ya meses, en distintos espacios,en la academia, en organizaciones de la sociedad civil, en cámaras empresariales, en foros públicos y hasta en charlas entre colegas que trabajan en temas digitales, se ha repetido una preocupación compartida: en México estamos tomando decisiones que podrían afectar, seriamente, la manera en que funcionan las plataformas digitales y los derechos de quienes las usan.

Todo esto gira en torno a varios artículos incluidos en el Paquete Económico 2026. Y sí, puede sonar técnico y lejano, pero no lo es. Porque lo que está en juego es cómo usamos Internet en nuestra vida cotidiana y cómo el Estado se relaciona con esa realidad.

Uno de los más discutidos es el artículo 30-B, que establece que las plataformas digitales deberán dar acceso permanente, en línea y en tiempo real al SAT para consultar información que permita verificar si se están cumpliendo las obligaciones fiscales. Así, tal cual. En papel suena bien: fiscalizar a quienes deben cumplir. Pero en la práctica, ¿qué significa esto? ¿Qué tipo de información? ¿Quién la procesa? ¿Dónde se guarda? ¿Cuánto se queda el gobierno? No hay respuestas claras. Y ese es justo el problema: la redacción es tan amplia que abre la puerta a dudas sobre el tratamiento y análisis de esta información, que en ningún otro país democrático existe. Lo que debería ser una medida técnica para mejorar la recaudación, termina pareciendo un permiso para mirar todo el tiempo lo que hacen millones de personas en línea.

Lo que está en juego es complejo, requiere de un análisis profundo: se trata de qué tan bien escritas están nuestras leyes para protegernos, no solo de quienes las aplican hoy, sino también de los que podrían aplicarlas mañana. Por eso, más allá de los discursos, es fundamental que la ley ofrezca garantías claras, proporcionales y operables, sin dejar márgenes amplios que se presten a interpretaciones excesivas o a regulaciones secundarias que puedan ir más allá de lo necesario.

El problema no está en que alguien quiera usar mal la ley, sino en que la ley —tal como está redactada— deja espacios demasiado abiertos, que podrían ser utilizados (con o sin intención) de formas que vulneren derechos. La mejor protección es cerrar esos márgenes desde el diseño legal, no confiar en que nadie los va a usar.

En el contexto digital, cuando una autoridad fiscal accede a la información de una transacción, no está accediendo a un dato aislado. Está accediendo a una base de datos entera desde la cual pueden inferirse muchísimas otras cosas: hábitos de consumo, relaciones personales, geolocalización, ingresos, horarios. Datos que, combinados con tecnologías analíticas, podrían permitir construir perfiles profundos tanto de usuarios como de los actores que los sirven.

Y luego está el artículo 113 Bis, que pretende imponer responsabilidad penal a las plataformas por los contenidos que publiquen los usuarios. Sí, penal. Es decir, cuando alguien sube algo, la plataforma no lo baja a tiempo, y sus representantes pueden acabar enfrentando consecuencias penales. Todo esto sin que haya dolo, sin proceso previo, sin requerimiento. Además de ser jurídicamente problemático, este enfoque desconoce cómo funciona el ecosistema digital. No se trata de impunidad, sino de construir mecanismos justos, eficaces y proporcionados.

Estas propuestas no están mal por tener un objetivo fiscalizador. Lo que está mal es cómo están planteadas. Lo que está mal es legislar sin un diálogo verdadero, sin considerar los impactos en derechos, en inversión, en confianza. Lo que está mal es que, en lugar de construir reglas modernas que acompañen el desarrollo del país, parece que estuviéramos buscando cómo detenerlo.

Desde muchos espacios,la academia, la sociedad civil, el sector privado y quienes impulsan la innovación desde América Latina, se ha insistido en algo muy básico: el cumplimiento de la ley no debe ponerse en contradicción con el respeto a los derechos ni con la posibilidad de innovar. Sí se puede fiscalizar teniendo siempre en cuenta la proporción y la visión de los derechos, proteger sin criminalizar la tecnología.

Todavía estamos a tiempo,o tal vez, cuando se publique esto, ya no. Pero lo importante es que no dejemos de decirlo. Que sigamos poniendo sobre la mesa qué tipo de país queremos construir en lo digital

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