¿Impuestos a contenidos?

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Suelo estar a favor de los impuestos porque, se supone, sirven para atender todo el gasto del gobierno que, se supone de nuevo, está orientado a su funcionamiento y al beneficio de los ciudadanos. Está bien, pues. Suelo quejarme de los impuestos cuando toca pagarlos y, sobre todo, cuando soy testigo de que no se utilizan para lo que se suponen son, pues ni los gobiernos los gastan siempre pensando en los ciudadanos ni hay mecanismos duros y eficientes para transparentar dicho gasto. A cada bache, pues, me quejo del pago de la Tenencia, por ejemplo. Al margen de mis subjetividades y del mal ejercicio presupuestal (más corrupciones y otras linduras), considero que la existencia de los impuestos es buena y favorable, pese a que no nos guste pagarlos.
Pero hay de impuestos a impuestos.
Los diputados acaban de aprobar incrementos a impuestos existentes y nuevas tributaciones. No me parece mal, por ejemplo, que se incrementen las tasas para las bebidas azucaradas o para los cigarros, toda vez que es claro el daño que hacen a nuestra salud. Sin embargo, es cierto que estas alzas no suelen reducir el consumo de estos productos, por lo que la afectación es para las personas. Aunque la diabetes, las enfermedades pulmonares o cardiacas producidas por los excesos de azúcar o por el tabaquismo son un problema de salud pública. Algo de lo que, en teoría, se tendría que encargar el Estado. Pero los recursos que se obtendrán por estos incrementos no estarán etiquetados, por lo que no necesariamente irán a cubrir los costos de salud relacionados con el abuso en el consumo de estos productos. La discusión puede seguir en un vaivén continuo. Lo que es claro es que estos productos hacen daño y que el gobierno cobrará impuestos a quien los compre. Falta ver si ese argumento no es insuficiente.
Uno de los nuevos impuestos es a videojuegos de contenido violento, excesivo o adulto. Y es aquí donde entramos a un terreno peligroso. Más allá de cómo se definan los parámetros y quién sea el encargado de calificar estos contenidos, se estará cobrando a partir de una calificación. Si bien es cierto que, durante muchos años, las clasificaciones que se daban a películas y programas de televisión pretendían ser restrictivos (un menor no podía entrar a determinadas funciones), lo cierto es que no había diferencia en sus costos y, a final de cuentas, la posibilidad de que un niño viera contenido adulto dependía, también, de sus circunstancias y de su familia. Hoy en día, es sumamente sencillo que un menor de edad vea videos con un altísimo contenido de violencia o de adultez (sea eso lo que sea) en casi cualquier computadora.
Cobrar por los contenidos suena más a recaudación que a otra cosa… salvo que se sienta un precedente. Los videojuegos son productos de ficción tanto como la literatura, el cine o las series televisivas. Se narra una historia con los recursos con los que se cuenta. Ya hay ejemplos de cruces entre los diferentes géneros. Y no estamos hablando de calidad, sólo del hecho de contar historias. ¿Por qué se deberían tasar las más violentas? El siguiente paso sería cobrar impuestos por series llenas de violencia o cobrar una tasa importante a quienes compren “La Iliada”, que empieza con la cólera de Aquiles y continúa con una guerra caballo mediante.
El problema con algunos de estos impuestos (más allá de la posibilidad de orientar los recursos a donde se debe) es que parecen partir de una ocurrencia. Tanto como sería cobrar un peso por cada muerto que aparece en una película o tres con cincuenta a esa novela que nos estremeció por su crueldad, aunque no hubiera muerto nadie. El cobro de impuestos a los contenidos despierta demasiadas suspicacias, muchas de ellas fundadas, en torno a que, a fin de cuentas, este sobre costo también es una forma de censura. Ya si quieren hacer leyes arbitrarias, mejor que le cobren impuestos a las novelas malas.