edes sociales, sociedad del espectáculo y democracia

Mario Luis Fuentes
El conflicto actual en torno a la propiedad de TikTok —plataforma que concentra una porción creciente del tiempo, atención y deseo de los usuarios, sobre todo jóvenes— no puede ser leído únicamente como una disputa económica o de seguridad nacional entre China y Estados Unidos. Debe ser interpretado como una expresión de una batalla más profunda: la del control sobre los imaginarios, los procesos de socialización, los marcos de sentido y las arquitecturas de subjetivación que atraviesan a las sociedades contemporáneas. Lo que está en juego es quién define las reglas del juego de la comunicación global, y qué tipo de ser humano y de sociedad se construye desde esas plataformas.
Desde una perspectiva crítica inspirada en la obra de Jürgen Habermas, Manuel Castells, Byung-Chul Han y Guy Debord, podemos entender las redes sociales como infraestructuras tecnopolíticas de producción simbólica, que transforman radicalmente los modos en que se construye la realidad social, la identidad individual y colectiva, y el espacio público.
La intención del gobierno estadounidense de obligar a ByteDance a vender TikTok a inversores norteamericanos -bajo el argumento de prevenir el espionaje chino- se inscribe en una tendencia global: el intento de los Estados-nación por recuperar la soberanía sobre territorios digitales gobernados por empresas transnacionales. Sin embargo, este debate va más allá de la geopolítica. El verdadero conflicto reside en quién controla las formas de mirar, de hablar, de interactuar y de soñar. TikTok no es solo una app, es una plataforma de reprogramación de la percepción, un dispositivo algorítmico que define qué es visible, deseable y valioso.
A diferencia de otras redes, TikTok reemplaza las redes de relaciones sociales con una lógica viral puramente algorítmica, en la que el usuario ya no escoge activamente qué ver, sino que es sumergido en un flujo ininterrumpido de contenidos definidos por su capacidad de retención emocional. Este modelo consolida un nuevo régimen de socialización: la sociedad de la exposición total, donde el yo solo existe si es visible, cuantificable y viralizable.
Las redes sociales han erosionado las formas tradicionales de socialización, desplazando la interacción cara a cara, la construcción de vínculos sólidos y la deliberación racional. En su lugar, se impone un modelo de interacción efímero, espectacular y emocional, en el que lo importante no es lo que se dice, sino el impacto que genera.
Siguiendo a Zygmunt Bauman, vivimos en una “modernidad líquida” en la que los vínculos son frágiles, el compromiso se diluye, y la identidad se vuelve una performance incesante. Las redes sociales aceleran esta tendencia: en lugar de construir comunidad, producen audiencias; en lugar de solidaridad, producen competencia; en lugar de reflexión, fomentan la reacción.
Este fenómeno conduce a la pulverización del sujeto social. La capacidad de acción colectiva, de articulación de demandas comunes y de construcción de proyectos compartidos se disuelve en un mar de singularidades narcisistas, aisladas y fragmentadas, que encuentran en el consumo —de imágenes, de cuerpos, de mercancías simbólicas— su única forma de afirmación.
En este contexto, la verdad pierde sentido. Como anticipó Jean Baudrillard, vivimos en una hiperrealidad en la que las representaciones sustituyen a la realidad misma. La posverdad no es una anomalía del sistema, sino su forma estructural de funcionamiento: lo importante no es que algo sea verdadero, sino que sea viral.
La inmediatez, la brevedad extrema y la fragmentación de la atención impiden la construcción de pensamiento complejo. TikTok, al igual que otras redes visuales, instaura un nuevo régimen epistemológico: el de lo emocionalmente eficiente, donde el argumento es reemplazado por la imagen conmovedora, y la crítica por la indignación superficial. La verdad se convierte en un efecto estético más que en una búsqueda racional.
Ante este panorama, la pregunta ética y política es urgente: ¿cómo sostener los valores democráticos —la deliberación, la pluralidad, la racionalidad pública— en un ecosistema mediático que los sabotea desde su diseño?
El primer paso es recuperar el papel del sujeto crítico, y con ello el valor de la educación, no como adiestramiento técnico, sino como formación ética, política y estética. Las escuelas, las universidades, los medios públicos y la sociedad civil deben ser repensados como espacios de resistencia frente a la lógica algorítmica, para fomentar la lectura crítica, la capacidad de discernir y la sensibilidad frente al otro.
En segundo lugar, es indispensable regular democráticamente los entornos digitales, garantizando la transparencia de los algoritmos, la protección de los datos personales y la pluralidad de voces. No se trata solo de proteger la seguridad nacional, sino de preservar la autonomía de los ciudadanos frente al poder digital.
En tercer lugar, es urgente reconstruir el espacio público. Esto implica crear plataformas alternativas, cooperativas, éticas y centradas en el bien común; fomentar los medios comunitarios; y desarrollar formas de organización colectiva que devuelvan la palabra a las comunidades, y no a los influencers de turno.
En última instancia, el problema no es TikTok, ni China, ni Estados Unidos. El problema es que estamos perdiendo el sentido del nosotros, del lazo, de la palabra común. Las redes sociales, tal como están diseñadas, no comunican: disgregan, entretienen, controlan.
Construir una sociedad solidaria y democrática en este entorno implica desafiar las lógicas del mercado, del algoritmo y del espectáculo. Significa reencantar el mundo con vínculos verdaderos, con diálogo, con presencia, con pensamiento. Y para ello, hay que disputar no solo la propiedad de las plataformas, sino el sentido mismo de la comunicación y de la vida social.
Investigador del PUED-UNAM