Ciudades temerosas

Armando Vargas

México vive con miedo: 63% de las personas adultas se sienten inseguras en su ciudad. Así lo señala la más reciente Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), publicada por el Inegi en septiembre de 2025. La cifra muestra, sin embargo, un ligero —muy ligero— respiro estadístico: menos de un punto porcentual en comparación del trimestre anterior. De cualquier modo, los resultados generales arrojan una paradoja inquietante: la inseguridad se ha instalado como parte de la normalidad urbana. Ahora habrá que ver caso por caso para ver cuáles resultados forman parte de la tendencia o no.

La relevancia de la percepción

La percepción de inseguridad se refiere a la valoración que hacen las personas sobre la situación de la seguridad pública y la tendencia de la delincuencia en un espacio concreto, como una colonia o una ciudad.

A diferencia de otros indicadores, como la incidencia delictiva, la percepción de inseguridad no sólo no cuenta con problemas de cifra negra (o sea, delitos que no son reportados), sino que diversos fenómenos la moldean. Es decir, puede reflejar la prevalencia de delitos de alto impacto, conflictos entre organizaciones criminales, conflictos vecinales, espacios públicos abandonados y hasta desconfianza institucional.

También sirve para ver los efectos nocivos, o simbólicos, de políticas como la militarización. Por ello, los resultados de la ENSU son claves para problematizar, desde la óptica ciudadana, los discursos triunfalistas basados en datos de incidencia delictiva.

La persistencia del miedo

La primera lectura es incómoda: no hay mejora real, sólo habituación al riesgo. El descenso marginal en la percepción de inseguridad no significa que las personas se sientan más protegidas, sino que han aprendido a vivir en un entorno donde la amenaza es constante. La vida cotidiana se ha replegado.

Cuatro de cada 10 personas dejaron de caminar de noche y la misma cantidad ya no deja que los menores de edad salgan de noche. Otro tanto, dos de cada 10, ya no visita a sus parientes o amigos. La seguridad se mide, entonces, no por la ausencia del delito, sino por la capacidad de esquivarlo. El autoencierro se vuelve la mejor forma de prevención.

La desconfianza estructural

La ENSU arroja otro hallazgo, incluso, más corrosivo: la confianza ciudadana está invertida. Mientras la Marina y el Ejército mantienen niveles de aprobación superiores al 80%, las policías municipales no alcanzan ni siquiera el 50%. Esta brecha no es una coincidencia, sino el síntoma de un modelo de seguridad que sigue privilegiando la presencia militar por encima del fortalecimiento local. El mensaje que recibe la ciudadanía es claro: la autoridad cercana no sirve, la lejana sí. Esa dinámica erosiona los cimientos de la gobernanza democrática, porque un país donde se confía más en los soldados que en los policías está condenando a sus instituciones civiles a la irrelevancia.

El miedo como política

No hay política de seguridad más efectiva —ni más perversa— que el miedo. Los datos muestran que el temor al delito modifica hábitos, conductas y relaciones sociales. El espacio público se vacía, los barrios se encapsulan y la comunidad se fragmenta. Lo que comenzó como un reflejo de autoprotección se ha convertido en un modo de vida: vivir cuidándose del otro. Como ya lo hice en una columna pasada , insistiré con la tesis de Jane Jacobs en En Muerte y vida de las grandes ciudades (1967): una ciudad exitosa es aquella que permite la convivencia entre desconocidos. Cuando el miedo sustituye a la confianza como organizador del espacio urbano, la seguridad deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio: el de quien puede pagarla.

La prevención invisible

Apenas poco más de un tercio de la población sabe de la existencia de programas de prevención de la violencia o la delincuencia. El resto —casi siete de cada diez personas— no tiene noticia alguna de las acciones gubernamentales que, en teoría, buscan protegerlos. Esta situación no sólo refleja una falla de comunicación; revela una ausencia de estrategia integral. En México, la prevención es un discurso sin presencia. El ciudadano no la ve, no la toca, no la siente. Cuando la política pública no logra materializarse en experiencias concretas de seguridad, se vuelve retórica vacía, incapaz de contrarrestar la narrativa del miedo.

El ciclo de la militarización

La consecuencia natural de esta asimetría es un refuerzo del ciclo militarista. La confianza concentrada en las Fuerzas Armadas sirve de justificación para mantenerlas en las calles, mientras las instituciones civiles continúan debilitadas. La ENSU lo confirma: los gobiernos municipales y estatales son los menos confiables y los peor evaluados en efectividad. Es paradójico porque, en la práctica —en la realidad objetiva— puede ser todo lo contrario, tal como sugiere el estudio de México Evalúa “La Otra Vía” . El hecho es que, a nivel de percepción, el país se acostumbra a la idea de que sólo los uniformes verdes garantizan el orden. Pero esa “eficacia” tiene un costo: desplaza la responsabilidad democrática y perpetúa la excepción como regla.

Una normalidad peligrosa

México parece haber llegado a un punto de equilibrio inquietante: el miedo se estabiliza, la desconfianza se institucionaliza y la violencia se normaliza. La seguridad pública ya no es un problema que se resuelve, sino un estado que se administra.

Mientras las calles sigan vacías de noche, los policías sigan desprestigiados y los programas de prevención sigan invisibles, la estadística podrá moverse un poco arriba o abajo, de forma estadísticamente significativa o no, pero el país seguirá en la misma situación: en una estabilidad hecha de miedo.

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