Repensar la democracia mexicana: diálogo y pluralismo político

Mario Luis Fuentes

Por décadas, la política mexicana ha estado marcada por grandes desafíos estructurales. En los años noventa del siglo pasado, el debate público se concentraba fundamentalmente en los problemas económicos. Con el telón de fondo de la crisis de 1994 y los procesos de apertura económica derivados del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, los actores políticos, empresariales e intelectuales coincidían en que la prioridad nacional era alcanzar la estabilidad macroeconómica y sentar las bases de un crecimiento sostenido. En este contexto, fue sumamente popular del expresidente de los EEUU, Bill Clinton de: “It’s the economy, stupid”.

Así, la transición democrática mexicana que culminó en el año 2000 -con el triunfo de la oposición en el Poder Ejecutivo Federal- parecía garantizar que, resuelta la cuestión política, era momento de encarar el rezago económico como condición para lograr bienestar social.

Sin embargo, más de dos décadas después, México no ha logrado superar el bajo crecimiento económico ni traducir la estabilidad financiera en una mejor calidad de vida para la mayoría de su población. Lo que es más preocupante: la promesa democrática ha quedado profundamente erosionada. En pleno siglo XXI, México enfrenta no solo un desafío económico persistente, sino también una crisis política de gran calado, cuya raíz se encuentra en la fragilidad institucional, el debilitamiento del pluralismo, la polarización social y la creciente desconfianza ciudadana en las reglas del juego democrático.

Esta crisis se agrava por una paradoja inquietante: aunque en los últimos seis años el Estado ha incrementado de manera significativa el gasto social y ha universalizado ciertos programas de transferencias monetarias, estos mecanismos han operado al margen de la intermediación social. A diferencia de las décadas previas, cuando la política social se articulaba -aun con sus limitaciones y contradicciones- a través de redes de organizaciones, liderazgos locales y estructuras comunitarias, el modelo actual privilegia una relación directa entre el aparato estatal y la persona beneficiaria, desplazando así toda forma de mediación colectiva.

Este rediseño de la política social, basado en la desintermediación, ha tenido efectos severos sobre el tejido organizativo de la sociedad civil. La transferencia directa de recursos -sin contrapartidas, sin procesos participativos, sin monitoreo independiente- ha pulverizado múltiples formas de organización local, ha debilitado a las organizaciones de la sociedad civil y ha vuelto irrelevante la acción comunitaria como mecanismo de construcción de ciudadanía.

Se ha erosionado la capacidad de la sociedad para organizarse en torno a fines comunes, pues el vínculo con el Estado ya no se da desde el diálogo, la colaboración o la exigencia colectiva, sino desde una lógica individualizante que puede derivar fácilmente en el clientelismo.

Frente a este panorama, se vuelve urgente repensar las bases de la democracia mexicana. El país requiere más y mejores procesos de diálogo político, en los que desde el poder se reconozca, sin ambigüedades, la pluralidad de visiones, identidades y proyectos que coexisten en el espacio público. La democracia no puede sostenerse en la descalificación sistemática de la diferencia ni en la negación del disenso. La construcción de lo común exige deliberación genuina, canales institucionales abiertos a la crítica, y una voluntad firme de reconocer que ninguna fuerza política puede representar de manera exclusiva el interés general.

Pero este diálogo no puede reducirse al ámbito del discurso. Debe traducirse en procesos de reforma institucional que permitan abordar de raíz los problemas que siguen lastrando la vida democrática. Un ejemplo paradigmático es el del sistema penal acusatorio. A pesar de que su implementación fue una de las reformas más importantes del Estado mexicano en las últimas décadas, lo cierto es que no ha logrado transformar de manera efectiva la forma en que se investigan los delitos.

La impunidad sigue siendo la regla, la confianza ciudadana en las fiscalías y los tribunales continúa siendo baja, y la justicia sigue siendo inaccesible para millones de personas.

Esta ineficacia no solo perpetúa la injusticia, sino que también impide la construcción de un modelo real de reinserción social para las personas sancionadas por la ley. Sin un sistema de justicia funcional, transparente y con enfoque de derechos humanos, el Estado mexicano seguirá fallando en una de sus responsabilidades esenciales: garantizar que el castigo penal no sea una forma de exclusión definitiva, sino un mecanismo que asegure reparación del daño, prevención del delito y reincorporación efectiva a la sociedad.

Por tanto, se requiere reconocer que el país necesita mucho más diálogo, más reformas estructurales y más compromiso democrático. No basta con tener elecciones periódicas y libertad de expresión. La democracia mexicana debe ser capaz de articularse a través de instituciones sólidas, controles recíprocos entre poderes, mecanismos de participación ciudadana, y una cultura política que rechace la imposición, el autoritarismo simbólico y la concentración del poder.

En este contexto, fortalecer la democracia mexicana implica construir desde el pluralismo político. Requiere oposiciones creíbles, capaces de representar alternativas programáticas reales. Se necesita que emerjan nuevas formas de organización y participación política, que rompan con los viejos esquemas clientelares y corporativos, y que impulsen la construcción de una ciudadanía crítica, exigente y solidaria.

El consenso fundamental que México necesita pasa por definir un nuevo curso de desarrollo. Uno que rompa con el estancamiento económico crónico, que revierta la concentración de la riqueza y del poder, y que permita construir un auténtico Estado de bienestar. Un Estado que no solo transfiera recursos, sino que además garantice de manera suficiente, en cuanto acceso y calidad de servicios en salud, educación, vivienda, seguridad y justicia para todos; que no solo administre la pobreza, sino que la combata con políticas redistributivas y estructurales; que no vea a las personas como beneficiarias pasivas, sino como sujetos de derechos.

Solo así será posible recuperar el sentido profundo de la democracia: no como un procedimiento formal ni como una retórica vacía, sino como un proyecto común que, en su pluralidad, apueste por la igualdad sustantiva, por la dignidad humana y por la construcción colectiva de un futuro compartido.

Investigador del PUED-UNAM

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