La crisis de la inversión pública en México

Enrique Quintana
Uno de los problemas más serios y menos vistos de la economía mexicana es el deterioro de largo plazo de la inversión pública.
En el Presupuesto de 2026 se ha programado un crecimiento real de la inversión productiva del Estado Mexicano en 10 por ciento.
No está mal. Pero ni remotamente será suficiente para compensar las caídas que se han experimentado en los últimos tiempos.
En este año, hasta el mes de julio, se registra una caída real de la inversión productiva del sector público en 35.7 por ciento. Sin embargo, se estima que el retroceso al final del año sea “solo” del orden de 10 por ciento. Veremos.
Si así fuera, el nivel de 2026, aún con el crecimiento previsto, estaría 1 por ciento por debajo del nivel de 2024.
Pero, el deterioro se aprecia, sobre todo, al comparar la inversión pública con el PIB.
En este año, puede estimarse que esa proporción será de 2.7 por ciento y si se cumplen las previsiones, para el 2026 subiría al 2.9 por ciento.
Al cierre del sexenio de Enrique Peña Nieto ese porcentaje estaba en 2.6 por ciento.
Durante ese sexenio, la inversión pública se vino para abajo, pues en el último año del gobierno de Felipe Calderón había llegado al 4.1 por ciento. En el 2010 se había alcanzado el nivel más elevado, con un 4.5 por ciento.
La falta de inversión pública se ha traducido en un deterioro de la infraestructura y de diversos servicios públicos. Carreteras con mantenimiento deficiente, hospitales sin equipos modernos, escuelas con instalaciones precarias y sistemas de agua potable incapaces de cubrir la demanda son síntomas de un Estado que destina cada vez más recursos al gasto corriente, pero que deja de lado la inversión que debería sentar las bases del desarrollo futuro.
El problema no es meramente técnico ni contable. Refleja la manera en que las finanzas públicas se han orientado a atender presiones inmediatas: el crecimiento del gasto en nómina gubernamental, las transferencias sociales de carácter clientelar o los costos crecientes de las pensiones y jubilaciones.
En contraste, el gasto de inversión se ha vuelto la variable de ajuste cada vez que los ingresos públicos son insuficientes. Y la verdad es que la recaudación en México sigue siendo muy baja en comparación internacional. El nivel previsto para 2026, de 15.1 por ciento del PIB para los ingresos públicos, que será el más alto para los últimos años, está muy lejos del promedio de la OCDE que supera los 30 puntos del PIB.
En este contexto, aun cuando hubiera voluntad política para aumentar el presupuesto de inversión, las limitaciones estructurales en los ingresos fiscales se convierten en un freno casi insalvable.
México enfrenta una paradoja: se demanda más infraestructura para detonar crecimiento, pero al mismo tiempo se mantiene un esquema tributario incapaz de financiar esa expansión.
Y como el margen para endeudarse es reducido por la necesidad de mantener la estabilidad macroeconómica, la tentación de recortar inversión pública se convierte en la salida más sencilla, aunque sea la más costosa en el largo plazo.
La historia reciente lo confirma. Países que lograron modernizar sus economías en pocas décadas, como Corea del Sur o Irlanda, no lo hicieron reduciendo la inversión del Estado, sino ampliándola en sectores estratégicos: energía, transporte, telecomunicaciones, educación y salud.
Y desde luego, con mucha inversión privada.
En cambio, México ha seguido el camino inverso: mientras más crecieron las necesidades de una economía integrada al comercio global, menor fue el esfuerzo de inversión pública y se generó un ambiente de desconfianza para la inversión privada.
El resultado es visible: infraestructura rezagada, servicios que no satisfacen la demanda de una población urbana creciente y pérdida de competitividad frente a naciones que sí apostaron por un Estado inversor.
La conclusión es clara. Sin una estrategia de crecimiento económico más ambiciosa, no habrá manera de revertir la tendencia.
La inversión pública no podrá sustentar crecimientos como el previsto para 2026 si no se acompaña de una economía que crezca más rápido y que genere los recursos fiscales indispensables para financiarla.
Hablar de modernizar al país exige algo más que programas sexenales con incrementos modestos; requiere un compromiso sostenido para elevar la recaudación, reordenar el gasto corriente y, sobre todo, para colocar al crecimiento como prioridad nacional.
Si México quiere de verdad contar con infraestructura de primer nivel, servicios públicos de calidad y una economía capaz de competir globalmente, no bastan los discursos ni los pequeños ajustes en el presupuesto.
Se necesita más crecimiento económico, porque solo de esa manera será posible generar los recursos que permitan transformar al Estado en un verdadero motor de modernización.