Golpes en el Senado

Jorge Alberto Gudiño Hernández

Para todo hay gustos, aunque haya algunos de ellos que sean reprobables. Desde la trifulca en el Senado he escuchado y leído posturas por demás diversas.

Hay quienes aplauden la pelea porque “ya era hora de que se agarraran esos dos”; en el mismo sentido hay quienes se lamentan que no haya pasado de un par de empujones, supongo que estarían exultantes si la pelea hubiera sido más espectacular, con un nocaut, por ejemplo, un sillazo bien puesto o un Senador volando desde lo alto de la tribuna para caer en plancha sobre el otro. Estas posturas y sus variantes parecen apelar más al espectáculo, a ese morbo que nos hace detenernos cuando hay un accidente vial o que nos lleva a presenciar una pelea ajena a la distancia antes de separar a los contendientes. Es el ánimo de la bravata, sobre todo si es ajena, que se alimenta con milenios de animalidad.

Hay quienes se lamentan con un tono lastimero por la calidad de los senadores que tenemos en nuestra República. A eso, otra facción le responde que no es el único país donde suceden estas trifulcas, intentando validar los hechos tan sólo porque es algo que sucede y ya está, como tantos malos usos y malas costumbres que se nos atraviesan a diario. Un vicio repetido también se vuelve tradición.

Evidentemente, la mayoría de los comentarios tienden a tomar partido: que si uno de los senadores atacó primero, que quién sabe qué le habrá dicho el otro, que si ya se lo merecía alguno de ellos, que el más joven o el más viejo, que la violencia entre unos y otros ya había comenzado a nivel verbal y era obvio que estallaría en cualquier momento, que si… Estos argumentos, claro está, buscan justificar las acciones del uno o del otro, porque no es lo mismo salir despavorido que defenderse; tampoco ser quien da el primer golpe a ser quien lo recibe.

El eco de todo esto se puede rastrear fácilmente. Hay memes por doquier y burlas para unos y otros. Sobre todo, porque, al día siguiente, ambos senadores (uno con más capacidad que el otro) intentaron culpar a su adversario. Es curioso cómo, en algún momento, los dos pidieron a las audiencias que vieran el video, para constatar su verdad.

Al margen, pues, de la pelea, la trifulca, los manotazos y los empujones, lo cierto es que el show de los senadores evidencia la enorme capacidad que hay, desde hace varias legislaturas, de tener un diálogo entre las diversas facciones. Es muy claro que los senadores (y los diputados) votan en bloque siguiendo las indicaciones de sus dirigentes. Eso clausura toda suerte de diálogo, porque se asume que la postura del otro está equivocada por formar parte de una minoría. La falta de diálogo termina en violencia. Primero, como abusos de poder, como burlas, como descalificaciones. Es muy común escuchar peleas sin sentido en estas tribunas, cuando lo que se debería discutir son leyes siempre perfectibles (discutirlas, no imponerlas). Si la cereza del pastel fue una pelea física no fue porque se defendieran posturas contradictorias respecto a una modificación a la ley, por ejemplo, sino porque el diálogo está clausurado desde hace tiempo. Y eso, visto desde cualquier postura ideológica, desde el apoyo a una u otra facción, desde la perspectiva de la izquierda o la derecha, es grave, muy grave. Una democracia que no dialoga está condenada a la tiranía.

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