Justicia sin legitimidad

Isidro H. Cisneros

Hoy se instalará el “nuevo” Poder Judicial en nuestro país como resultado de una política de Estado para neutralizar primero y colonizar después, los poderes, las instituciones y los contrapesos constitucionales. Dicha estrategia de manipulación y control, que dio vida a la elección de jueces bajo la “operación acordeón”, fue impulsada por el gobierno en turno con el apoyo de algunos integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura. Ahora tendremos un Poder Judicial sometido a la voluntad del Poder Ejecutivo, como ya sucede desde hace tiempo con el Poder Legislativo. En este proceso de ocupación forzada de los espacios de decisión -que asemejó bastante a un golpe de Estado institucional- jugaron un papel fundamental la mayoría de los consejeros del INE y de los magistrados del TEPJF, quienes respondieron al llamado de los gobernantes para violentar la ley, traicionando su función principal de tutelar la voluntad general expresada en las urnas.

Ahora tendremos “Ministros de Partido” con lo cual la justicia en México habrá perdido su autonomía e independencia sujetándose, a partir de este momento, a criterios políticos para la resolución de los asuntos jurídicos. Los nuevos Ministros que integran a la SCJN dejaron de lado los requisitos estipulados por nuestro ordenamiento constitucional que establece los criterios de haber servido con eficiencia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o de haberse distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica, así como por su ética y prestigio público. Sobre esto, el filósofo del derecho, Ronald Dworkin en su obra La Justicia con Toga, es categórico cuando afirma que en su actuar los jueces deben emplear consideraciones morales además del derecho legislado y de la jurisprudencia para integrar la legalidad. Ella se ve satisfecha, sostiene, cuando las autoridades respetan su obligación de actuar exclusivamente del modo permitido por los estándares establecidos.

Legitimidad y legalidad son dos requisitos del poder democrático. Uno indica la titularidad del poder, mientras que el otro se refiere al ejercicio del poder. Cuando se exige que un poder sea legítimo se pide que quien lo detenta tenga un justo título para poseerlo, cuando se invoca la legalidad se reclama que el poder sea ejercido con base en leyes establecidas. Donde el poderoso invoca la legitimidad, los ciudadanos invocan la legalidad. Que el poder sea legítimo, interesa al soberano, que sea legal interesa al pueblo. Es la distinción entre la legitimidad del título y la legalidad del ejercicio. Para el ciudadano, la legitimidad es el fundamento de su deber de obediencia, en tanto que la legalidad es la garantía de respeto a sus derechos fundamentales. El poder encuentra su legitimidad no en estar autorizado por la norma suprema, sino en el hecho de ser efectivamente obedecido. Dicho de otra manera, la característica particular del poder del Estado consiste en que su legitimidad depende de su eficacia y efectividad para aplicar la ley y para mantener el Estado de derecho.

No debemos resignarnos a la afirmación pesimista de que la división de poderes y el imperio de la legalidad en nuestro sistema político han llegado a su fin. Bajo el poderoso argumento de que las leyes y las instituciones no se reforman para favorecer a persona alguna, los mexicanos debemos defender la existencia de un poder jurídico soberano. El nuevo Tribunal Constitucional estará sometido a un deterioro de su autoridad moral y prestigio público requerido para que la sociedad asuma como legítimas sus sentencias, puesto que la división de poderes y el constitucionalismo democrático constituyen el único freno a los gobiernos autoritarios. Tampoco se debe olvidar que los jueces constitucionales de partido solo existieron bajo los regímenes de Adolfo Hitler y Benito Mussolini.

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