El hechizo del poder

Pablo Cabañas Díaz

En octubre de 2018, mientras miles de ciudadanos celebraban en el Zócalo la victoria del movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador, las palabras austeridad republicana resonaban como eco moral y promesa histórica.

En esa plaza donde las multitudes han gritado su hartazgo y sus esperanzas, se anunciaba —como pocas veces— el inicio de una transformación de fondo: ética, política, cultural.

Se dijo que el poder cambiaría de rostro y de alma. Se acabarían los privilegios, los tratos de excepción, el boato inútil.

La República, como ideal, parecía recobrar sentido. Recordemos que la palabra «república» tiene su origen en el latín «res publica», que se compone de «res» (cosa) y «publica» (pública), lo que significa «asunto del pueblo».

Pero siete años después, el espejo de la realidad devuelve una imagen más turbia. A medida que la autodenominada Cuarta Transformación ha consolidado su hegemonía institucional, ha comenzado también a reproducir los mismos vicios que antes condenaba.

El discurso de la austeridad convive, sin escándalo ni pudor, con escenas de funcionarios hospedados en hoteles de alta gama, participando en celebraciones privadas fastuosas o desplazándose en vehículos cuya opulencia sólo puede ser descrita como desmesurada.

Si el viejo régimen era sinónimo de privilegio, ¿qué distingue hoy a esta nueva élite en el poder?

No se trata, como algunos intentan justificar, de “desviaciones personales”.

Lo que se asoma en este comportamiento reiterado es una verdad más honda, más incómoda: el poder transforma a quienes lo ejercen, y los transforma con una velocidad que asombra y desalienta.

Jesús Reyes Heroles —uno de los últimos políticos que supo leer la historia con inteligencia republicana— lo expresó con precisión: “En política, la forma es fondo”.

Y cuando las formas niegan los principios, el fondo se convierte en una parodia.

A inicios del siglo XX, el sociólogo italiano Vilfredo Pareto formuló la noción de la circulación de las élites, según la cual las clases dominantes son sustituidas periódicamente por un nuevo grupo de personas que, en lugar de transformar las estructuras, las heredan y las perpetúan.

Prometen ruptura, ensayan gestos de renovación, pero pronto se mimetizan con aquellos a quienes pretendían desplazar.

La transformación se disuelve en la rutina; el cambio se convierte en escenografía.

Pareciera que México, una vez más, ha entrado en el argumento central de El gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, donde el joven Tancredi sentencia con brutal lucidez: “Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”.

El decorado varía, los actores se relevan, pero la obra —esa vieja tragicomedia nacional— permanece intacta.

Morena, surgido como un movimiento popular que denunció los excesos del PRI y la frivolidad del PAN, ha terminado por erigir su propia clase gobernante. En poco tiempo, ha generado sus propias formas de distinción, sus rituales de pertenencia, sus símbolos de poder.

Aquellos que ayer hablaban con pasión del pueblo, hoy se desenvuelven con soltura en los ambientes exclusivos que antes vituperaban. La crítica al neoliberalismo ha quedado reducida a una consigna vacía, incapaz de contener la deriva simbólica de personajes que caminan, sin darse cuenta —o sin importarles—, hacia la reproducción de los mismos patrones que juraron abolir.

México ha vivido demasiadas veces esta historia. Cada transición política ha estado precedida por un lenguaje regenerador, por promesas de refundación, por apelaciones a una ética renovada.

Pero, una y otra vez, las nuevas élites se han adaptado con sorprendente facilidad a las viejas formas.

Han asumido con entusiasmo las costumbres del privilegio, convencidas —como si fuera dogma— de que el poder se premia a sí mismo.

Esta constante histórica tiene consecuencias severas para la democracia.

Porque cuando las élites se distancian del electorado no solo en sus decisiones, sino también en su modo de vivir, se rompe el principio republicano de igualdad ante la ley.

Se consolida una lógica de separación entre quienes mandan y quienes obedecen.

Y esa distancia alimenta el malestar, el resentimiento, la desafección.

Prepara el terreno para nuevas aventuras políticas, más radicales, más autoritarias, que prometen cortar de raíz la corrupción, aunque sea a costa de las libertades.

¿Es este el destino de la Cuarta Transformación? No lo es, pero evitarlo exige más que voluntad.

Requiere construir instituciones que limiten el poder, mecanismos eficaces de rendición de cuentas.

Requiere, también, ciudadanos conscientes de que el poder no debe ser delegado sin vigilancia, sin crítica, sin responsabilidad compartida.

El futuro de la Cuarta Transformación no se juega únicamente en las urnas ni en los acuerdos legislativos.

Se juega, sobre todo, en su capacidad para no traicionar los principios que le dieron origen.

Si ese proyecto no rompe con la lógica del privilegio que ha marcado a las élites del pasado, será recordado como una promesa más incumplida, como otro episodio en la larga novela de la simulación política mexicana.

Share

You may also like...