Gerardo Vargas Landeros: crónica de una cacería anticipada

Benjamín Bojórquez Olea
En la política mexicana —y en particular en la sinaloense— no se compite: se sobrevive. La simple mención del nombre de Gerardo Octavio Vargas Landeros como posible sucesor de Rubén Rocha Moya en 2027 ha desatado un fenómeno que ya conocemos demasiado bien, pero que cada vez parece más siniestro por su precisión quirúrgica y frialdad institucional. Activar la maquinaria oficial contra un actor político incómodo es tan predecible como el ciclo de las estaciones. Pero no por ello deja de ser escandaloso.
La fórmula se repite: auditoría, escarnio público, demandas, y procesos eternos. ¿Es acaso coincidencia que cada uno de estos pasos haya sido empleado anteriormente con eficacia contra otros contendientes incómodos? No lo es. Estamos frente a un sistema que ha perfeccionado el arte de la inhibición por desgaste. No se trata de encontrar culpables, sino de sembrar dudas, erosionar prestigios y, sobre todo, inmovilizar aspiraciones. Es la política como guerra de trincheras: quien levanta la cabeza, recibe el disparo, si bien le va.
Vargas Landeros, sin embargo, no es un improvisado ni un ingenuo. Ha sido parte del aparato, lo conoce desde dentro, lo ha nutrido y lo ha combatido. Su habilidad para navegar en aguas turbulentas le ha permitido construir una red de respaldo que va más allá de las siglas y los acuerdos de café. En Morena tiene tanto aliados como enemigos, lo que lo convierte en una figura incómoda, ambigua, y por ello más peligrosa para quienes sueñan con una sucesión controlada, sin sobresaltos ni disonancias.
La ofensiva en su contra —disfrazada de fiscalización y legalidad— no es otra cosa que un mensaje cifrado: “No te muevas”. Pero la política es también el arte de leer entre líneas, y Gerardo Vargas ya dio señales de que no piensa quedarse de brazos cruzados. La inclusión de su nombre en la lista de posibles aspirantes es ya un desafío, una jugada de ajedrez en la que el mensaje no es “quiero jugar”, sino “estoy dentro, aunque no me hayan invitado”.
Y aquí es donde la reflexión se vuelve más profunda. ¿Qué tipo de democracia estamos construyendo cuando el verdadero juego político se libra en tribunales, auditorías y filtraciones mediáticas? ¿Qué legitimidad puede tener un proceso electoral si las candidaturas son moldeadas no por la voluntad popular, sino por las amenazas veladas del poder institucional?
La lucha por el poder en Sinaloa, como en buena parte del país, se ha convertido en un campo minado donde la justicia es utilizada como arma, no como principio. Y esto debería preocuparnos a todos, no solo por el caso de Vargas Landeros, sino porque revela la profunda fragilidad de nuestras instituciones. Si un político con estructura, colmillo y respaldo puede ser neutralizado con una denuncia, ¿qué queda para los ciudadanos de a pie?
GOTITAS DE AGUA
Al final, este episodio no es únicamente sobre Gerardo Vargas Landeros. Es sobre la manera en que el poder se ejerce, se protege y se perpetúa. Es sobre cómo el sistema se defiende a sí mismo incluso a costa de su legitimidad. Y es sobre cómo, en un país que presume ser democrático, los verdaderos combates no se libran en las urnas, sino en los sótanos del poder.
Quizá la pregunta más honesta que podemos hacernos es: ¿Queremos seguir viviendo en un país donde pensar en grande es motivo suficiente para ser castigado?.