La persistente precariedad laboral en México

Mario Luis Fuentes
En el periodo gubernamental comprendido entre 2018 y 2024, México ha atravesado un sexenio caracterizado por un crecimiento económico persistentemente bajo. Lejos de alcanzar tasas que impulsen la expansión productiva y el bienestar colectivo, el desempeño del PIB ha oscilado entre el estancamiento y la contracción, con una recuperación apenas perceptible tras el colapso ocasionado por la pandemia de Covid-19. Este bajo dinamismo económico ha tenido consecuencias directas en el mundo del trabajo: la generación de empleos formales con remuneraciones adecuadas y prestaciones conforme a lo estipulado por la Ley Federal del Trabajo ha sido insuficiente, limitada y profundamente desigual en su distribución territorial y sectorial.
Uno de los efectos más visibles de esta situación ha sido la incapacidad del aparato productivo para absorber a la población económicamente activa en condiciones laborales dignas. A pesar de las reformas legales que aumentaron el salario mínimo y avanzaron en la regulación de la subcontratación, millones de personas siguen insertas en esquemas de informalidad, autoempleo precario, empleos sin seguridad social y contratos temporales sin estabilidad. Esta fragmentación del mercado laboral no sólo vulnera derechos fundamentales, sino que perpetúa una estructura de desigualdades que se refuerza a través del tiempo.
A esta situación estructural se suman elementos de coyuntura que complican aún más el panorama. La reciente imposición de aranceles por parte del gobierno de los Estados Unidos, en el marco de una política proteccionista y nacionalista, ha incrementado la incertidumbre económica en América del Norte. Dado que más del 80% de las exportaciones mexicanas tienen como destino el mercado estadounidense, cualquier obstáculo al comercio bilateral pone en riesgo miles de empleos en sectores clave como la industria automotriz, electrónica y agrícola. La posibilidad de una recesión en Estados Unidos tendría efectos más que preocupantes para la economía mexicana, cuyas cadenas productivas están fuertemente integradas.
En este contexto de vulnerabilidad y estancamiento, las advertencias de especialistas cobran una relevancia crítica. En el más reciente Seminario Universitario de la Cuestión Social de la UNAM, Norma Samaniego, expuso que la generación de empleos en México se encuentra en niveles históricamente bajos. La información presentada indica que no sólo se han creado pocos empleos en comparación con el crecimiento poblacional, sino que una parte significativa de los nuevos puestos son de baja calidad: informales, sin seguridad social, con bajos salarios y sin perspectivas de acceso a otras garantías sociales. La consecuencia directa de esta dinámica es la disminución relativa de la población asegurada en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), un indicador que refleja el deterioro de las condiciones laborales en el país.
Samaniego también subrayó que la recuperación del empleo tras la pandemia de Covid-19 fue más lenta que en las crisis económicas de 1995 y 2008-2009. Esta lentitud puede explicarse por una combinación de factores: menor inversión pública y privada, debilitamiento del sector formal, insuficiencia de políticas contra-cíclicas robustas, y una fragilidad estructural del aparato productivo nacional. En contraste con las recuperaciones anteriores, en las que hubo un repunte de la actividad económica más acelerado, el rebote posterior a la pandemia se vio limitado por restricciones fiscales, una estrategia industrial inexistente y una política económica centrada más en el control inflacionario que en la expansión del empleo.
Este conjunto de condiciones impone graves consecuencias sociales. En particular, expone a amplios sectores de la población a formas abiertas o encubiertas de explotación laboral. Cuando el trabajo decente es escaso, crecen los empleos forzados, las jornadas extenuantes, las condiciones de inseguridad y la ausencia de derechos laborales básicos. Además, los márgenes del sistema productivo se amplían hacia prácticas ilegales o irregulares, como el uso extendido del trabajo infantil. En zonas rurales y urbanas marginadas, cada vez más niñas y niños se ven obligados a trabajar para complementar el ingreso familiar, ya sea en actividades agrícolas, en el comercio ambulante, en el reciclaje o incluso en actividades peligrosas y criminalizadas.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha señalado reiteradamente que el trabajo infantil no sólo vulnera derechos fundamentales de la infancia, sino que impide el desarrollo integral de niñas y niños, perpetúa ciclos de pobreza y socava las posibilidades de construcción de trayectorias educativas estables. En México, los datos del INEGI revelan que más de 3 millones de menores de edad realizan algún tipo de trabajo, muchos de ellos en condiciones que comprometen su salud física y emocional. Frente a esta realidad, la ausencia de una estrategia nacional para la erradicación del trabajo infantil es una omisión inaceptable.
Todo lo anterior revela la urgencia de reactivar la economía nacional desde una perspectiva integral. Es indispensable detonar un nuevo proceso de crecimiento económico que se fundamente tanto en la inversión pública estratégica como en el estímulo a la inversión privada con responsabilidad social. Este nuevo impulso debe estar acompañado de políticas industriales, científicas y tecnológicas que diversifiquen la economía, fortalezcan las capacidades productivas nacionales y generen empleos de calidad. Sin embargo, es crucial advertir que el crecimiento económico, por sí solo, no garantiza la erradicación de la pobreza ni la mejora automática de las condiciones laborales: se requiere voluntad política para establecer marcos regulatorios eficaces, fiscalización rigurosa y nuevos mecanismos de redistribución de la riqueza, que deberían partir de una reforma fiscal integral.
Un empleo digno debe entenderse como aquel que garantiza un salario por encima de la línea de pobreza, con acceso a seguridad social, prestaciones superiores a las legales, estabilidad y posibilidades reales de ascenso y capacitación. Esta visión del trabajo no puede estar subordinada a la lógica del mercado, sino que debe inscribirse en un horizonte ético y social más amplio, donde el trabajo se reconozca como un derecho humano fundamental y como eje de la dignidad individual y colectiva.
En este sentido, la lucha por empleos dignos no es simplemente una demanda económica: es una exigencia moral. Es el derecho de cada ser humano a vivir sin miedo a la exclusión, a la miseria o a la humillación. Es una condición indispensable para la realización plena de la libertad, la justicia y la igualdad. Asegurar trabajos suficientes y dignos para todas las personas es un imperativo ético ineludible en cualquier sociedad que aspire a la democracia sustantiva y a la emancipación humana.
Investigador del PUED-UNAM