Autocontención
Luis Octavio Vado Grajales
La autocontención de las autoridades, de todas ellas, es una exigencia del sistema constitucional. Es una necesidad para que la forma de gobierno que tenemos pueda funcionar, y debe regir la actuación de todas y todos quienes nos gobiernan.
Trataré de demostrar lo anterior.
La razón de ser de una constitución, tal como la hemos entendido en general, es proteger los derechos de las personas, tanto en lo individual como en cuanto parte de un grupo social que requiere una protección especial, por su particular posición. Así, ni el estado ni el gobierno en sí mismos son fines, más bien son ingenios creados para dicha protección.
Hemos encontrado tres formas para la protección de esos derechos (que, insisto, van más allá de los meramente individuales) la primera, enunciarlos ya sea en constituciones o tratados internacionales; la segunda, dividiendo el poder político para evitar que se absoluto; y por último, fijando mecanismos de protección efectiva de tales derechos.
Me centraré en el segundo punto: para el constitucionalismo clásico, el tema más importante es cómo moderar el poder político, a fin de lograr un imposible: que sea lo suficientemente fuerte para proteger a las personas y garantizarles un conjunto mínimo de satisfactores; pero a la vez falto de fuerza para imponer a las personas un cierto modelo de felicidad o de virtud.
Claro, a ese pensamiento muy siglo XVIII, le faltaba entender que hay otros poderes distintos del político, como el económico, el mediático o el religioso, que también deben ser moderados.
Regresando al punto, la división de poderes busca ese poder fuerte-débil a través de establecer órganos de gobierno que cuentan con legitimidad política diferenciada. Tan representante es el Ejecutivo como el Legislativo, aunque provengan de fuerzas políticas distintas. Y también con una judicatura que funciona sin impulso propio y que no deriva su legitimación del voto público, sino de la propia constitución.
De esta forma existe una cierta distribución de facultades (que no de derechos. Las autoridades no tienen derechos) que sigue la lógica de los pesos y contrapesos. Así, existe una regla fundamental: lo que le toca a una autoridad no le compete a otra.
Ese es el punto nodal de mi argumento.
Lo recoge la misma Constitución de forma expresa, cuando afirma la obligación de todas las autoridades de tutelares derechos humanos, pero dentro de sus competencias.
Cuando una autoridad va más allá de sus competencias, está violando la división de poderes, por tanto, faltando a la Constitución nacional y también incluso a los derechos humanos. Esto puede suceder incluso de buena fe.
Es tan malo que una autoridad deje de hacer lo que le corresponde como que pretenda realizar más de lo que es de su resorte.
Así, derivado de la división de poderes existen tres principios que todas las autoridades, lo mismo ejecutivas que legislativas, judiciales que autónomas, deben atender:
Principio de acción: deben hacer aquello para lo que fueron creadas
Principio de abstención: no ejercer competencias otorgadas a una autoridad diversa
Principio de contención: deben interpretar de manera restrictiva sus facultades
Sé que el último punto es polémico. Pero me parece que, si las atribuciones competenciales fueron otorgadas por un poder superior a aquella autoridad que interpreta, esto es, son atribuciones fijadas por el constituyente originario o permanente, bajo la lógica de un cierto modelo de estado, el realizar una interpretación que vaya más allá de lo que diseñaron sería una acción que invirtiera la relación de subordinación que liga a las autoridades constituidas con las constituyentes.
Podrá usted objetar que hay otros modelos constitucionales, lo acepto. Pero me parece que, sin demasiado esfuerzo para probarlo, podemos aceptar que el modelo mexicano es uno de división y no de confusión de poderes.
Ahora bien, todo lo anterior no obsta para que una autoridad, que observa un posible vacío en la regulación de un asunto de relevancia social, llame la atención sobre el punto a quien deba colmarlo, generalmente el Legislativo, para que lo colme de la forma correspondiente. Esto, de hecho, debería ser considerado como un acto de lealtad constitucional: no estiro mis competencias más allá de lo constitucionalmente posible, pero tampoco guardo silencio frente a una necesidad.
Quiero ser preciso: un tribunal o juzgado, un órgano ejecutivo o autónomo que se autocontiene no está dejando de realizar su labor, si cumple con el primer principio enunciado. Más bien sujeta su actuación a un estado de derecho constitucional que le ha otorgado funciones concretas dentro de una lógica de división de poderes que así la requiere.