Salario mínimo: lo que falta por hacer
Ricardo Becerra
En uno de los muchos pasajes luminosos de su libro “El precio de la paz: dinero, democracia y la vida de J.M. Keynes”, Zachary Carter narra la decisión del presidente Roosevelt en 1933 para nombrar a doña Francis Perkins como secretaria del trabajo: “Leyó sus propuestas y los programas de reforma laboral, columna vertebral del New Deal y le preguntó `nunca en Estados Unidos se ha intentado algo así… verdad?´… la introducción del salario mínimo… hagámoslo” (p.267).
Fíjense el momento y la época: la gran recesión aún no terminaba, el producto había caído en picada, el desempleo estaba a máximos históricos y la sombra del fascismo oscurecía incluso la escena política de los Estados Unidos. Era urgente un nuevo impulso económico basado en la creación de infraestructura, el empleo y la mejora ostensible de los ingresos. Por primera vez, gracias a la sagaz señora Perkins (alumna y amiga de Keynes), los salarios entraban en la ecuación macroeconómica, no como una derivación, sino como parte de la recuperación. Impuestos a los ricos, masiva inversión y mayor capacidad de consumo harían a la economía de nuevo próspera.
“¿Es tan difícil entender que el trabajo debe ser mejor recompensado y que las ganancias pueden ceder para una mejor economía?” se preguntaba Perkins cuando presentó su proyecto de leyes laborales ante el Congreso.
Pues bien, desde los setenta del siglo pasado, el diluvio neoliberal desplazó esa idea para naturalizar la noción según la cual los salarios deben ser determinados libremente por las fuerzas del mercado. Por eso, los sindicatos estorban y en palabras de Reagan, “el salario mínimo ideal debe ser igual a cero”.
En México, esa píldora fue tragada con un furor y un entusiasmo que duró más de treinta años y que nos condujo al sótano mundial. Tanto, que en la primera década del siglo XXI tuvimos salarios mínimos inferiores a los de Haití. Por eso, no debe sorprender a nadie que después de un aumento real de casi 110 por ciento entre 2019 y 2025 no haya ocurrido ninguna de las calamidades anunciadas y si, por el contrario, una reducción histórica de la pobreza por ingresos. Histórica, sí, pues estamos en el nivel más bajo desde que se mide.
La lección de este pasaje de nuestra economía política es doble: la mejor fórmula para abatir la pobreza es mejorar los salarios y se puede redistribuir, incluso, sin crecer.
Esto es justamente lo que pasó en estos años, con una calamitosa política económica general. Aun así, la institución salario mínimo funciona. Con el crecimiento sexenal más bajo en un siglo fue posible mejorar el ingreso de unas 15 millones de personas. En otras palabras: donde ha estado anidada la miseria material es precisamente en el mercado laboral, y eso es lo que hay que civilizar.
Economistas vienen y economistas van con sus modelos y predicciones bajo el brazo, pero creo firmemente que antes debemos hacer muy bien las cuentas históricas y estar concientes del mensaje que durante más de tres décadas estuvo mandando la política salarial de México: trabaja en la formalidad, ocho horas diarias, honestamente y no saldrás de pobre.
Los resultados sociales del incremento salarial en estos años revela crudamente que en México, el mercado laboral producía pobres, miles o millones todos los días y por eso, todas las políticas sociales resultaron impotentes o insuficientes.
Tal y como lo comprendió Perkins “nada suple la política de ingresos, ninguna política de seguridad o de apoyo gubernamental”. O en palabras del presidente Roosevelt: “Ningún negocio que dependa para su existencia de pagar a sus trabajadores salarios insuficientes para una vida digna, tiene derecho alguno a continuar en este país… por negocio quiero decir todo el comercio y toda la industria… y con salarios dignos me refiero a salarios para vivir decentemente” (citado por Sánchez Talanquer, en “Economía Política del salario mínimo: EU y América Latina”. Cal y Arena 2016).
Verdades de a kilo pero que fueron olvidadas y oscurecidas por ideología e interés, siempre acompañadas de sus profecías bíblicas. Ya se sabe, mayores salarios causarán inflación, generarán desempleo, inundarán de informalidad a la economía. Nada de eso ocurrió después de haber más que duplicado los mínimos, pero ahora vuelven a la carga advirtiendo sobre la “sostenibilidad” de la política.
Convengamos que si seguimos con una política económica tan rematadamente mala (austeridad, sin inversión física, sin reforma fiscal, etcétera) se detendrá el mecanismo redistribuidor: no habrá nuevos empleos, ergo, no hay más salarios.
Eso no implica que renunciemos a un propósito esbozado ya por la presidenta Sheinbaum pero que debería ser acordado, compartido, auténticamente nacional: que este país pague a sus trabajadores de la primera escala salarial lo suficiente para adquirir dos canastas alimentarias más servicios, calculadas por el extinto Coneval al terminar el sexenio. Esto implica, a precios de hoy, alcanzar un salario de casi 10 mil pesos al mes, lo que significa un aumento de 38 por ciento real sostenido por un lustro.
Entonces son las dos cosas. El cambio drástico en la política económica y un esfuerzo por sostener la trayectoria de ascenso, con prudencia y moderación, pero manteniendo el objetivo, insisto al terminar esta década.
La cuestión no es hallar el umbral matemático o el límite “natural” de los salarios. No está en la imposibilidad, sino precisamente, encontrar la forma de lograrlo. Es política, antes que modelística.
Pienso, por ejemplo, en un nuevo tipo de acuerdo contractual radicado en la legislación laboral, donde las empresas se comprometen a mantener un alza de 4-5 por ciento por encima de la inflación anual a cambio de que los aumentos de la productividad sean destinados a las utilidades y a las decisiones empresariales. El esfuerzo productivo no caerá solo en los hombros de los trabajadores, sino será producto de la nueva organización empresarial. Dicho de otro modo: las empresas no prosperarán más a costa de la pobreza de sus trabajadores.
Cosas así, son las que faltan por hacer.
