¿Y todo esto, para qué?

Jorge Javier Romero Vadillo

En una semana, el Congreso de la Unión, en el periodo extraordinario más ominoso del que se tenga memoria, consumó un zarpazo legislativo sin precedente. Diecisiete reformas en fast track para consolidar un Estado de vigilancia masiva, control de la ciudadanía y supremacía militar. Un paquete completo: desde la CURP biométrica hasta la Ley de inteligencia castrense, pasando por la mutilación de la Ley de Protección de Datos, la creación de una plataforma única de identidad, la entrega de todas las bases de datos —públicas y privadas— a las Fuerzas Armadas, y la validación legal del padrón de celulares. Todo quedó bajo control directo de la Guardia Nacional y de la Defensa, que ahora operan con carta blanca. Hasta las policías municipales —muchas de ellas penetradas por redes criminales— tendrán acceso irrestricto a la vida íntima de los ciudadanos, sin necesidad de orden judicial ni pudor constitucional.

En paralelo, cayó otro muro de contención institucional: se aprobó la desaparición técnica de los últimos organismos autónomos incómodos al poder. El Ifetel, la Cofece y el Coneval fueron convertidos en despojos administrativos, bajo la lógica estaliniana de que la autonomía es un lujo burgués innecesario bajo el Gobierno del pueblo bueno.

Como remate a la infausta semana de agonía terminal de nuestra democracia constitucional, la Presidenta —entregada al continuismo con fervor devoto— anunció su intención de consumar una contrarreforma electoral que devolvería a México a la arquitectura política de los años sesenta del siglo pasado: sin pluralismo efectivo, sin equidad en la competencia, sin árbitro independiente. Una vuelta al régimen de partido dominante, con elecciones coreografiadas, disidencia acotada y representación disciplinada, como ya nos adelantaron en la farsa de la elección judicial. El nuevo orden aspira a reinstaurar la pax autoritaria bajo ropajes de democracia popular: un Leviatán con uniforme de gala, urnas como escenografía y ciudadanos reducidos a fichas de control biométrico sin garantía legal de protección efectiva de sus datos personales.

¿Y todo esto, para qué? ¿Qué quieren con esta maquinaria de control sin límites, sin apenas resistencia política y social? ¿Pretenden una distopía panóptica de inspiración jacobina? ¿Una versión local de los Estados policiacos del caducado socialismo real? Porque lo que no encuentro por ninguna parte es un programa político coherente para el sexenio, con objetivos económicos y sociales precisos. Sólo políticas sueltas y continuismo clientelista, pero con un erario exhausto, sin capacidad fiscal, cada vez mayor endeudamiento, con la amenaza del Gobierno de Trump en el cogote y con desincentivos para la inversión productiva.

La demagogia justiciera se ha quedado en un reparto de rentas improductivas sin incentivos para acabar con los lastres institucionales que reproducen la desigualdad y enquistan la pobreza, apenas paliada por los programas sociales defendidos con grandilocuencia como “del bienestar”, pero que están en las antípodas de la verdadera construcción de una democracia social. Demagogia distributiva: una forma de dominación envuelta en dádivas, que conserva la obediencia y disuelve la ciudadanía. Una forma espuria de pretendida representación de los intereses subordinados, capturados por los intermediarios clientelares: líderes locales de Morena, caciques locales de raigambre priista, siervos de la nación pagados con recursos públicos.

El grandilocuente “proyecto alternativo de Nación” de López Obrador se acabó concretando en un Gobierno de las ocurrencias: cancelación del aeropuerto, el Tren Maya, la refinería que no refina, la destrucción del Seguro Popular para sustituirlo por el fiasco del Insabi, la política de voltear a otro lado durante la pandemia, la estrategia (es un decir) de seguridad pasmada, pero igual de militarizada. Ningún proyecto coherente, articulado, de para qué quería el poder. Su herencia ha sido la demolición de todos los contrapesos y del incompleto entramado institucional de la democracia, para volverá a la centralización del poder arbitrario de la Presidencia de la República de la época clásica del PRI, pero cuando menos entonces había un proyecto de desarrollo, tremendamente desigual, exageradamente favorable a una coalición estrecha de intereses empresariales y políticos, pero con objetivos más o menos claros. En cambio, la heredera aturdida no ha podido articular algo más que los retazos hilvanados por la Secretaría de Economía en el Plan México.

La coalición articulada por el gran líder y gestionada a trancas y barrancas por una Presidenta anonadada ha concentrado todo el poder, ha logrado recuperar las maneras de hacer las cosas basadas en la negociación personalizada, la gestión arbitraria, la protección de privilegios y el control de redes de clientelas que caracterizó al PRI. Además, cada día aparecen señales amenazantes de que también quieren acabar con las críticas y la opinión disidente. Una autocracia rediviva que ampara a todos los prófugos de la productividad, la competencia, la capacidad y la innovación, sin que quede claro a dónde pretenden llevar al país.

Sin proyecto, sin brújula, sin otro horizonte que el reparto faccioso del botín, la nueva coalición en el poder ha emprendido una regresión institucional de proporciones históricas. No para construir un régimen más justo, ni una economía más equitativa, ni una sociedad más libre, menos pobre y con más oportunidades. El único propósito visible es reinstalar un arreglo autoritario basado en el despojo legalizado, la exclusión sistemática y la captura de lo público por una alianza opaca de militares, burócratas obedientes, empresarios monopolistas y operadores clientelares. El Estado, lejos de ser garante de derechos, se ha convertido en el instrumento de una restauración reaccionaria. Una restauración sin gloria, sin grandeza y, lo más grave, sin destino. Porque ni siquiera hay un futuro prometido, sólo la repetición ad nauseam del mito fundacional de un movimiento que ha traicionado todas sus promesas. En nombre del pueblo, se ha reinstaurado el control vertical; en nombre de la justicia, se ha institucionalizado la excepción permanente; en nombre del bienestar, se ha perpetuado la dependencia. Así, el nuevo régimen se muestra descarnado: no vino a democratizar al Estado, sino a capturarlo de nuevo, esta vez con más disciplina militar, más vigilancia digital y menos pudor. ¿Para qué? Para eso: para seguir extrayendo riqueza hasta dejar al país exhausto.

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