¿Quién financia al sector público?

Carolina Hernández Calvario

La historia del surgimiento de los bancos centrales posee una característica difícil de ignorar, y es que éstos se crearon en coyunturas económicas enmarcadas en procesos de transformación social (Goodhart, 1988). En el caso de nuestro país, el Banco de México abrió sus operaciones el 1 de septiembre de 1925, en un contexto complejo por ser épocas postrevolucionarias y con ambiciosas aspiraciones de crecimiento económico. Por lo mismo, a la recién creada institución se le entregó la facultad exclusiva de crear moneda y, por ende, la regulación de la circulación monetaria, de las tasas de interés y del tipo de cambio en el exterior.

Fue así que, desde sus inicios, el banco central de nuestro país se caracterizó por ser uno de los ejes articuladores de la economía nacional, al fungir no sólo como un órgano generador de la solidez económica que la nación requería, sino también por ser la principal vía de financiamiento al sector público y, con ello, servir como nexo fundamental entre la economía de mercado y el nuevo Estado.

Sin embargo, con la llegada del neoliberalismo, la dinámica económica a nivel mundial cambió, y con ello la arquitectura financiera. Esta última pasó de ser predominantemente productiva y nacional a convertirse en financiera y global (Ugarteche, 2017). Bajo este escenario, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) se impulsaron cambios de carácter constitucional con la finalidad de insertar la política monetaria de nuestro país a la lógica de acumulación financiera promovida en el exterior. Uno de los cambios que más destacan es la adición del siguiente párrafo constitucional, publicada en el Diario Oficial de la Federación con fecha del 20 de agosto de 1993 (www.supremacorte.gob.mx/sites/default/files/cpeum/documento/2022-09/CPEUM-028.pdf): “El Estado tendrá un banco central que será autónomo en el ejercicio de sus funciones y en su administración. Su objetivo prioritario será procurar la estabilidad del poder adquisitivo de la moneda nacional, fortaleciendo con ello la rectoría del desarrollo nacional que corresponde al Estado. Ninguna autoridad podrá ordenar al banco conceder financiamiento”.

Con esta autonomía se restringió la democracia económica en nuestro país, pues como se señala, se limitó al gobierno y a los ciudadanos a participar en la toma de decisiones sobre la política monetaria nacional. Esto con el fin de dar estabilidad a la moneda y a quien la controla, que es el capital financiero internacional. De ahí que, como parte de este viraje, también se desregulara la actividad financiera, construida sobre dos segmentos: el de los intermediarios financieros tradicionales –entendidos como los bancos comerciales– y, el mercado de valores. Provocando con ello condiciones favorables para la especulación en operaciones financieras, (por la restricción en la vigilancia estatal), elevados diferenciales en las tasas de interés (por concepto de intermediación), acumulación de activos financieros de empresas (por la desregulación), y la compra con facilidades de empresas paraestatales.

Para que esto fuera posible se requirió de tres eslabones ideológicos dirigidos a impulsar un falso sentido común en beneficio de la estructura de poder del complejo financiero global: i) la academia, ii) las instituciones públicas reguladoras (nacionales e internacionales) y iii) la prensa financiera; que, valiendose de supuestos de competencia perfecta (en los mercados reales y financieros) y de una falsa exogeneidad de la oferta monetaria, repitieron en múltiples ocasiones las siguientes mentiras: a) que el sistema financiero es la vía más eficiente para canalizar el excedente económico a la inversión productiva, b) que el desarrollo financiero eleva la propensión a ahorrar y acelera el crecimiento económico, c) que la intervención de gobierno en los mercados financieros es innecesaria y costosa, pues los mercados privados de capital son eficientes y el gobierno no tiene ventajas sobre ellos.

Los resultados a nivel global son por demás conocidos: se creó una estructura financiera oligopólica de alcance planetario, con tasas de ganancia que crecen de forma mucho más acelerada que el ingreso nacional, y una vulnerabilidad a la estabilidad de los Estado, ante las constantes amenzas de movimientos violentos por parte del capital especulativo.

En el caso de nuestro país se presentan dos fenómenos de relevancia: i) la notable desvinculación de los créditos con respecto a la inversión, tal y como se documenta en la “Encuesta sobre fuentes de financiamiento”, que realiza el Banco de México, en donde se señala que las empresas, independientemente de su tamaño, han reducido su demanda de créditos en el mercado doméstico; ii) la discordancia o falta de correlación entre la política monetaria y la política fiscal, situación defendida por la otrodoxia económica bajo la creencia de que los déficits públicos forzosamente elevan la tasa de interés; aun cuando se tiene más que documentado que ha sido la expansión financiera privada y no el déficit federal lo que ha empujado al alza el nivel de las tasas de interés.

Ante lo aquí descrito nos preguntamos sobre la pertinencia de mantener una política monetaria anclada al sistema financiero internacional y desvinculda de la política fiscal nacional. Máxime si estamos en un contexto de abierta impugnación al modelo neoliberal, y lo que se busca es fomentar el mercado interno como elemento dinamizador de la economía mexicana.

En el marco de este objetivo, se han planteado interesantes discusiones sobre el papel de la política fiscal, pero poco se ha dicho sobre las funciones de la política monetaria y financiera para este propósito. Apenas, en la reciente Convención Bancaria celebrada los días 8 y 9 de mayo en la Riviera Nayarit se propuso reducir las tasas de interés en el ánimo de expandir el crédito privado hacia las micro, pequeñas y medianas empresas en el país, pero ¿Qué hay del financiamiento al sector público?

Referencias

Goodhart, Charles. 1988. The evolution of Central Banks. MIT Press Book.

Ugarteche, Oscar. 2017. Arquitectura financiera internacional. México: Akal.

Carolina Hernández Calvario*

*Licenciada y doctora en economía por la Facultad de Economía de la UNAM; maestra en estudios latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM). Profesora investigadora de la UAM-Iztapalapa. Su campo de especialización es en economía política.

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