Estados Unidos es una casa dividida

Instituto Mora

La advertencia de Lincoln cobra vigencia una vez más ante una nación fracturada por sus contradicciones históricas y democráticas.

«Una casa dividida contra sí misma no puede perdurar». Esta frase, pronunciada por Abraham Lincoln en 1858, señalaba la imposibilidad de que una nación permanezca dividida entre dos sistemas irreconciliables porque eventualmente se inclinaría hacia uno de ellos. No solo anunciaba el conflicto inevitable de la Guerra de Secesión, también resuena en el actual contexto sociopolítico de Estados Unidos y el diagnóstico es inquietante: la fragilidad de un proyecto nacional que nunca logró resolver sus contradicciones fundacionales. A más de siglo y medio de haber sido pronunciado, el discurso House divided recupera su fuerza al observar una nación extremadamente polarizada, en la que los pilares de la democracia liberal se tambalean, mientras que los mitos fundacionales son retomados y al mismo tiempo cada vez más cuestionados.

Durante generaciones, la narrativa dominante ha presentado a Estados Unidos como la cuna de la democracia moderna, un modelo excepcional nacido con la independencia de 1776 y consolidado con la Constitución de 1787. Sin embargo, este relato oculta una verdad: durante casi dos siglos, gran parte de su población fue excluida del pleno ejercicio democrático. Recién en 1965, con la aprobación de la Ley de derecho al voto y gracias al Movimiento por los derechos civiles, se puede hablar de un sufragio universal. Esto marca un antes y un después: Estados Unidos no fue una democracia plena sino hasta bien entrado el siglo XX, lo que cuestiona la legitimidad histórica de su sistema político y evidencia una contradicción entre los ideales y las prácticas del sistema político estadounidense. ¿Puede sostenerse una democracia que ha marginado a gran parte de su población durante la mayor parte de su historia?

En ese sentido, el discurso de Lincoln no solo apuntaba al conflicto esclavista. Su potencial simbólico radica en advertir que un país no puede prosperar dividido en sus principios fundamentales. Hoy, esa fractura no se da entre estados esclavistas y libres, sino entre visiones antagónicas del país: progresistas y conservadores, federalistas y centralistas, defensores del multiculturalismo frente al nacionalismo blanco. Las recientes decisiones judiciales que restringen derechos reproductivos, los intentos legislativos por limitar el acceso al voto, y el auge de discursos autoritarios, son señales de que los consensos mínimos se están quebrando. La casa americana vuelve a estar dividida por muros ideológicos, económicos y raciales.

A esto se suma un segundo cuestionamiento: la insostenibilidad de la democracia liberal que al buscar evitar el conflicto da paso a la ultraderecha. Las fallas estructurales del modelo democrático estadounidense como la manipulación de los distritos electorales, la influencia de lo económico en la política con el dinero corporativo en el Congreso y la desinformación irónicamente desde los medios de comunicación, han erosionado la confianza en las instituciones y en la legitimidad del voto como herramienta de cambio; al mismo tiempo que han permitido el crecimiento de las derechas hasta el escenario en el que nos encontramos.

La excepcionalidad estadounidense ha sido durante décadas un dogma. Sin embargo, esa visión se construyó sobre la negación sistemática de la violencia originaria del país: esclavitud, genocidio indígena, segregación racial e imperialismo. Reconocer esa historia incómoda no debería ser un acto antipatriótico, sino una condición necesaria para una reconciliación. En los últimos años, movimientos como el Black lives matter y las luchas por los derechos de los pueblos originarios han cuestionado los mitos fundacionales. Pero la reacción no se ha hecho esperar: leyes que prohíben enseñar teoría crítica de la raza, censura de libros, y campañas de revisionismo histórico conservador que buscan preservar una narrativa glorificada del pasado.

Hoy, como en el siglo XIX, Estados Unidos enfrenta una encrucijada histórica. El discurso de unidad se enfrenta a una realidad de fragmentación: aunque no hay campos de batalla ni ejércitos enfrentados (aún), sí hay las líneas divisorias: extrema polarización política, retrocesos en derechos, tensiones raciales y desigualdad estructural evidente en la cotidianidad. Frente a este panorama, el cuestionamiento inevitable es si es posible una reconstrucción política nacional: ¿puede Estados Unidos constituirse como una república verdaderamente democrática? ¿o estamos ante el fin de un imperio que ya no puede sostener sus propias promesas?
Para que la casa no se derrumbe, es imprescindible repensar sus cimientos: una reforma del sistema político, reparación histórica y una voluntad colectiva de reconciliación democrática; pero es difícil imaginar que los estadounidenses podrán reconocer las cuestiones incómodas del pasado y repensar su modelo democrático bipartidista radicalmente. La alternativa es el estancamiento, la continuación de la erosión de los valores democráticos y, eventualmente, el colapso institucional.

Tania Guadalupe Álvarez Ramírez es parte del programa de maestría en Sociología Política en el Instituto Mora. Estudió las licenciaturas en Sociología y Trabajo social, ambas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus líneas de investigación incluyen los procesos de socialización en el coaching de desarrollo personal, trayectorias en relación con las instituciones y la difusión de la teoría sociológica.

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