La inefable importancia de la enseñanza

Saúl Arellano

Es imposible saber qué es lo que se siembra cuando se trata de enseñar algo. Por eso es importante revisar de qué se habla cuando alguien se refiere al arte de intentar ser maestra o maestro, título que, por lo demás, no es auto asignable y mucho menos deviene de el solo hecho de estar frente a grupo. La calidad de ser maestro se gana y es atribuida, fundamentalmente, por aquellas y aquellos que en algún momento reconocen lo que recibieron en el aula o en la vida. Sin alumnas o alumnos, no hay, pues, maestras ni maestros.

La cuestión se complejiza más si se piensa que hay quienes, sin estar vivos, aún nos enseñan. Toda la pléyade de mentes luminosas que han dejado textos memorables, o cuyas ideas y pensamientos han sido transmitidos vía libros de que hoy disfrutamos, son personas a quienes debemos gratitud y reconocimiento.

La modernidad, a diferencia de otras épocas, ha construido la institución escolar. A lo largo de milenios, somos, desde hace alrededor de 100 años, sociedades que comenzamos a tener un proceso de escolarización masiva. La democratización de la política y la defensa de los derechos humanos llevó a que la educación universal fuese considerada como de obligado acceso para todas y todos.

Hay quienes, como Iván Ilich, proponían que deberíamos desescolarizarnos; pues la forma en cómo se construyeron los sistemas educativos en Occidente llevaron a un absurdo enciclopedismo, pero al mismo tiempo, a una estandarización indeseable de las ideas, a grado tal que el efecto que se consiguió, aún siendo indeseado, llevó a la construcción de lo que también Herbert Marcuse llamaría la unidimensionalidad de la vida.

Es cierto que en la mayoría de los países de Occidente se han construido sistemas educativos que han terminado por construir o reforzar mentalidades e ideologías que oprimen al espíritu; que lo estrujan en sus posibilidades y potencia creadora; y que, en la mayoría de los casos, los modelos de enseñanza se diseñaron para construir “sujetos productivos” y “capaces de insertarse con éxito al mercado laboral”.

Pero también lo es el hecho de que aún en medio de esos sistemas educativos restrictivos, han surgido espíritus de “alto calibre”, muchos de los cuales no tendríamos idea y sin los cuales las posibilidades de vivir mejor serían mucho más limitadas.

En ese sentido regreso a mi afirmación inicial: es imposible saber lo que se siembra cuando la vocación por la enseñanza es genuina. Porque, de hecho, en esa situación, no hay un propósito específico; es decir, las y los maestros de verdad no tienen un objetivo en particular, sino en generar un hambre insaciable de saber; una pasión tan ardiente como la de la piel, por asir a las ideas y parir la mayor cantidad de nuevas y brillantes ideas.

De ahí el adjetivo que califica a la enseñanza: porque entra definitivamente en el ámbito de lo indecible, en la imposibilidad de expresar con palabras aquello que provoca quien enseña en quien aprende. ¿Sabía Sócrates el impacto que generaba en Platón y la gigantesca obra que nos dejó a través de sus diálogos?

¿Sabía acaso Sócrates que, siendo el gran maestro de la ironía, alcanzaría y de alguna manera, orientaría la otra gigantesca obra, la de su antítesis, el inmenso Nietzsche?

En ello radica la magia de atreverse a hablar con honestidad y sembrar la duda, el afán de crítica, de enseñar los intrincados caminos del siempre preguntar y de comprender que no hay nada que pueda realmente conocerse porque todo está siempre en perpetuo cambio y transformación.

Enseñar implica en ese sentido un juego doble: por un lado, estimular y potenciar en la medida de lo posible el afán demoniaco de Fausto, por querer conocerlo y saberlo todo; y por el otro, mostrar que la templanza, la prudencia, la paciencia son indispensables para aprender de verdad; para llegar a la quietud casi mística de los estoicos, ardiendo por dentro con la llama desenfrenada de la pasión de un Sade.

La tarea de las y los educadores es en ese sentido, parafraseando a Octavio Paz, una llama doble; porque, por un lado, se encuentra la vocación, es decir, el llamado a compartir generosamente lo que se ha llegado a saber; a transmitir a manos llenas lo mejor de sí en términos de ideas, reflexiones, dudas e inquietudes; sobre todo, la inquietud de sí. Y por el otro, la capacidad de la escucha de quien aprende; de quien recibe aquello que está siempre en donación porque hay además de saber, una forma especial de la Sophía, esa forma de conocimiento que no se busca con un interés específico de aplicabilidad o utilidad directa, sino con la intención de comprender al mundo y a la vida.

En los aspectos que deben valorarse de la enseñanza que se ha gestado en la modernidad se encuentra también la posibilidad de la crítica a su origen y fundamento mismo. Y el reto a enfrentar por todas y todos quienes tenemos el privilegio del estar frente a grupos, se encuentra precisamente en poner en movimiento las tendencias a la esclerotización de las ideas; a tensionar el saber como se tensionan, otra vez parafraseando a Paz, el arco y la lira; a mostrar que pensar debe ser un fluir que se pone siempre en crisis a sí mismo; y que se resuelve en nuevas dudas y preguntas, para regresar una y otra vez a lo mismo en un movimiento dialéctico que, lo esperable es que no termine nunca.

Investigador del PUED-UNAM

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