Violencia y campañas

Javier Sicilia

Nadie sabe de dónde viene el mal. La mitología, la teología, la filosofía, la psicología y las ciencias sociales han dado múltiples explicaciones. Ninguna es contundente. Lo que, en cambio, puede decirse es que su presencia tiene una profunda capacidad difusiva y de contagio que se expresa como violencia y tragedia. 

México es un claro ejemplo de ello. En 15 años la violencia se apoderó de él hasta convertirlo en su rehén: cientos de miles de asesinatos y desapariciones, grandes franjas del territorio tomadas por bandas criminales, colusiones de las autoridades con ellas, corrupción, inseguridad, impunidad, linchamientos y miedo.

El principal responsable es el Estado. Pese a que la sociedad civil ha creado instituciones para detenerla (la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, durante el gobierno de Felipe Calderón y Peña Nieto; la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, durante la administración del propio Peña Nieto, y la propuesta de una política de Estado basada en la justicia transicional con dos mecanismos independientes y apoyados por la comunidad internacional, a inicios del gobierno de López Obrador), los mismos gobiernos se han encargado de destrozarlas y en, el último caso, de desdeñarlas y malversarlas.

Frente a esa realidad, lo que se esperaría del próximo gobierno sería un acuerdo de Estado para, retomando la política de justicia transicional, construir una ruta clara y firme hacia la paz.

Por desgracia, tanto los partidos como sus candidatas, candidatos y correligionarios, no sólo continúan ignorando la dimensión y la complejidad de la violencia, sino también y, por lo mismo, difundiendo su virus.

Sheinbaum. Distancia de la autocrítica. Foto: Miguel Dimayuga 

Durante las campañas políticas no hemos visto otra cosa. Lejos de hacer una autocrítica en relación con su responsabilidad en la tragedia humana del país y, a partir de allí, proponer un acuerdo de Estado a largo plazo para revertirla, tanto el presidente como los partidos, las candidatas, candidatos y correligionarios no han dejado de ejercerla. Su accionar durante las campañas ha sido el desprecio, la descalificación y la lucha por demostrar quién es más o menos corrupto, quién tiene en su haber más o menos muertos; quién posee un pasado más impecable; en síntesis, quién, para decirlo con una palabra que le gusta usar a una de las candidatas, es más “chingón o más chingona”.

La palabra –hay que releer el Laberinto de la soledad–, delata la violencia de la que alardea el macho y describe, como pocas, la realidad del país.

“Ser chingona o chingón” no sólo quiere decir “ser mejor que otro”. Su origen, como lo describe ese libro fundamental, viene del verbo “chingar”, que en México se relaciona con la brutalidad. “Chingar –dice Octavio Paz– es hacer violencia sobre otro. Un verbo masculino, activo, cruel: hiere, desgarra, mancha y provoca una amarga, resentida satisfacción en el que lo ejecuta”.

Ser chingón, en México, quiere decir “ser mejor” porque nos “chingamos” a otro, lo “jodimos”, “le rompimos la madre”. 

No importa que se diga de manera graciosa y con el sentido descafeinado de “ser competente” como lo hace Xóchitl o que se exprese con la vileza de los criminales y los funcionarios corruptos. Las palabras no son inocentes, guardan y revelan dimensiones del ser de un pueblo. Y ésta, que está en el fondo de las acusaciones, difamaciones, alardes de pureza que los partidos, candidatas, candidatos y correligionarios se lanzan a la cara, que exaltan los medios de comunicación y se expresa de manera despiadada en los crímenes que padecemos diariamente, no sólo revela el virus que habita en parte del ethos de nuestra cultura, sintetiza también el lenguaje y las acciones de los criminales que se extienden, a través de muchas otras expresiones –los corridos tumbados, los lenguajes de odio de las redes sociales–, a lo largo y ancho del país convirtiéndolo en una intrincada selva. En ella, vuelvo a Paz, “hay tigres en los negocios, águilas en las escuelas o en los presidios, leones con los amigos. El soborno se llama ‘morder’ (o ‘moche’). Los burócratas roen sus huesos (los empleos públicos). 

Y en un mundo de chingones, de relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que nadie se abre ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan poco. Lo único que vale es la hombría (de la que nuestras candidatas se han contagiado), el valor personal, capaz de imponerse”.

Gálvez. Campaña para saber “quién es el menos corrupto”. Foto: Miguel Dimayuga

Ésa es la temperatura del país. Es también la que envuelve a las campañas. La palabra misma, utilizada para sacralizar el remedo de democracia que se reduce a las urnas, tiene también un tufo violento, de guerra, que anuncia una difusión más terrible y letal del virus.

Mientras los partidos, sus candidatas, candidatos y correligionarios no entiendan que el mal se apoderó de nosotros, que para escapar de él, además de dejar a un lado el odio, es necesario hacer una profunda y seria autocritica, y construir una agenda de unidad nacional transexenal, cuya prioridad sea la verdad, la justicia y la paz; mientras no comprendan que el Estado está desfigurado por la corrupción y la violencia, y sólo puede sanarse mediante mecanismos de verdad y justicia representados por ciudadanos independientes de los gobiernos y apoyados por la comunidad internacional, estaremos destinados a habitar un infierno cada día más espantoso y más hondo. La ignorancia, la hipocresía y la ceguera que acompañan a las campañas políticas, me recuerda al San Agustín de las Confesiones: “Buscaba de dónde viene el mal y no salía de él”. 

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

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