Urge un rediseño social
José Luis Arriaga
Para que haya ricos tiene que haber pobres; para que haya ultrarricos tiene que haber millones de pobres. Las condiciones para la concentración de la riqueza en nuestra sociedad están dadas por un diseño económico, político y social que favorece a quien más tiene. En el otro extremo, quien menos tiene, obtendrá poco, cada vez menos. Es como una máquina hecha para producir riqueza, cuya materia prima es la pobreza, y el dueño no solo se queda con el producto, sino que lo almacena.
Así es como se explica que “la desigualdad extrema de la riqueza en México no deja de aumentar”, según el estudio de Oxfam titulado El monopolio de la desigualdad, publicado hace un par de semanas, y en el que se destaca que hay 14 mexicanos “ultrarricos” y decenas de millones de connacionales viviendo en la pobreza. Pero algo más indignante que destaca dicho estudio es que en los últimos cuatro años esa élite (con fortunas superiores a los mil millones de dólares) aumentó su fortuna “hasta casi duplicarse”, destacando el caso de Carlos Slim, cuya fortuna es superior a la suma de los otros 13 “ultrarricos”.
Un dato solo ilustrativo es el siguiente: si se juntan las fortunas de Slim y de Germán Larrea, sería el “equivalente a la riqueza de la mitad de la población más pobre de América Latina y el Caribe —unas 334 millones de personas—”. Esto da una idea del tipo de diseño social que permite la concentración de la riqueza a niveles casi inimaginables. Pero hay algo adicional: esa generación de riqueza no está suficientemente regulada y fiscalizada como para permitir que, vía los impuestos y políticas redistributivas, contribuya a mejorar las condiciones de vida en el país.
La razón por la que está tan “libre” la concentración de la riqueza es porque así está diseñada la sociedad. Recuerdo que hace casi una década, en septiembre de 2015, publicamos en este mismo espacio una revisión al Informe sobre la equidad del gasto público en la infancia y la adolescencia en México, hecho por la Unicef, y subrayábamos que “en nuestra nación el gasto público favorece a los más ricos y mantiene inalteradas las condiciones de desigualdad entre los mexicanos”. ¿Cómo ocurre esto? Bueno, pues justo en la medida que el dinero que se recaba vía los impuestos no se canaliza a incrementar los tres pilares básicos del desarrollo humano: salud, educación e ingreso en los sectores con menos oportunidades.
Mientras esto ocurre en el caso de millones y millones de mexicanos, en el otro extremo, los miembros de 14 familias lo tienen todo y pueden seguir incrementando su riqueza, porque sus empresas son monopólicas, sus fortunas no son gravadas por el fisco y siempre tendrán ventaja para incidir en cómo y dónde se gasta el dinero público.
Si no se canaliza más dinero a quienes tienen más carencias, el círculo vicioso se reproduce. Pero si se canaliza sin trastocar las condiciones que asignan oportunidades distintas a cada mexicano, también se alimenta ese circuito pernicioso. Lo que todos los estudios serios señalan es que tanto en México como en buena parte del mundo, las sociedades están diseñadas para fomentar la concentración de la riqueza en muy pocas manos. Si a eso se le agrega que los sistemas fiscales no cobran impuestos a esa riqueza, pues no hay dinero que alcance. Y si, por alguna razón, se llega a cobrar más impuestos, el problema sería gastarlo sin trastocar el diseño del aparato.
Lo deseable sería que quien más tiene, pague más impuestos. Que estos últimos sean vistos como la contribución que cada quien hace para mejorar a toda la sociedad. El gasto de los impuestos en forma de presupuesto público tendría que dirigirse a mejorar las oportunidades de los menos favorecidos: más y mejores escuelas públicas, más y mejor educación, más y mejor seguridad y servicios públicos en general. Si ello ocurriera, podría acortarse la brecha entre los ultrarricos y los desposeídos.
Un rediseño institucional no acabaría con las grandes fortunas, pero sí le haría más fácil a un hijo del obrero prepararse para ascender en la pirámide, sin vivir angustiado por la inseguridad en el transporte, por la falta de agua en su casa, por no tener acceso a servicios de salud, por los salarios mal pagados, por las pensiones raquíticas y un largo camino empedrado que hoy tiene que andar para apenas y lograr salir de la prepa, contratarse por salario mínimo, no tener seguridad social, ser asaltado en la vía pública, vivir en casa ajena, en una colonia sin buenos servicios públicos y contribuyendo con su consumo a que crezca la fortuna del dueño del Oxxo, que también es dueño las marcas que ahí se venden.
Lo que el estudio de Oxfam nos recuerda es que “las grandes empresas con poder monopólico tienen la capacidad de fijar los precios en los principales sectores de la economía nacional en detrimento de los bolsillos del resto de la población. Esto les ha permitido aprovecharse de los choques económicos tras las crisis globales recientes para subir más que proporcionalmente los precios de los productos en los sectores que controlan”.
Es verdad que en el presente sexenio los programas sociales han logrado sacar de la pobreza a más de cinco millones de personas. Pero es igualmente cierto que el diseño económico, político y social se ha mantenido intacto. No ha habido reformas fiscales, políticas, de diseño social y económico que apunten justamente a modificar la maquinaria. Sigue operando para producir riqueza a partir de la pobreza y el dueño de la máquina sigue almacenando. Urge un rediseño social