Ser católico en tiempos de la suspensión de cultos

Bertha Hernández

La noche del 21 de julio de 1926, una multitud empezó a acomodarse en el atrio de la Catedral Metropolitana de la ciudad de México. Seguramente, desde alguna ventana del Palacio Nacional, integrantes del gobierno de Plutarco Elías Calles miraron aquella muchedumbre en la que abundaban los niños. Lo que se iba a volver una parte de la historia política del México de la primera mitad del siglo XX estaba en vías de convertirse en un drama para miles de fervorosos católicos en todo el país.

Éramos, definitivamente, una nación muy distinta de la que somos hoy. Aunque las diversas acciones y normas instituidas desde mediados del siglo XIX por sucesivos gobiernos liberales habían fortalecido un Estado laico, con instituciones igualmente laicas, y por lo tanto modificado algunos de los sucesos de la vida diaria de los mexicanos, como los nacimientos, las bodas, los bautizos y los funerales, la fe católica era la predominante en el país. Pero ese fenómeno íntimo, la fe, había mantenido una dimensión pública, que las leyes de Reforma habían normado y limitado. Si la actuación de los sacerdotes católicos en la vida de todos los día era, vigilado, hasta cierto punto, por las autoridades federales, que un poco hacían de guardianes y otro poco hacían de la vista gorda -actitud que se fortaleció a lo largo del porfiriato- una parte de los católicos mexicanos convirtieron el ejercicio de su fe en parte de sus comportamientos públicos y propiciaron el desarrollo de un peculiar género periodístico, que narraba, desde la perspectiva de banquetes y celebraciones, la observancia de los sacramentos: la crónica de sociales.

Una clase adinerada en emergencia, la de los revolucionarios triunfadores, ocuparon las mismas páginas de la prensa que en otras épocas habían sido dedicadas a las familias de la aristocracia porfiriana. En las primeras décadas del siglo XX, incluso, andaban por ahí algunos de aquellos viejos títulos de la nobleza novohispana, sobrevivientes del tránsito a la república federal resurgida con “la revolución”. Esos resabios y la nueva élite también querían que el mundo se enterara de sus bodas rumbosas, del elegante bautizo del hijo primogénito, del sentido funeral del pariente querido. Naturalmente, en el orden de cosas que trajo la posrevolución, convivían los fervorosos católicos, las damas devotas que, a veces, resultaban estar casadas con altos funcionarios o militares en ascenso, que compartían el espíritu laico de la Constitución del 17 y las actitudes de los sucesivos gobiernos, fueran carrancistas, obregonistas o callistas, que iban de la clara separación de los aspectos públicos y privados de la vida diaria, en materia religiosa.

No obstante, a lo largo de aquella, la segunda década del siglo XX, pequeños y grandes sucesos hablaban del cambio que, en materia de comportamiento religioso, caracterizaban al México de la época. Muchos recordaban que, en contraste con el viejo don Porfirio, que mantenía una relación más o menos cordial con la Iglesia católica con la mediación de su esposa, Carmelita Romero Rubio, Francisco Ignacio Madero era un creyente convencidísimo de la filosofía espírita.

En 1926 muchos tenían el recuerdo de cómo, en las conmemoraciones del centenario de la consumación de la independencia, el presidente Álvaro Obregón había ingresado, vestido de chaqué, y flanqueado por sus colaboradores cercanos, a la Catedral, para homenajear a los restos de los caudillos insurgentes que reposaban ahí -con sus pequeñas aventuras- desde 1823.

Su sucesor, el antiguo profesor de primeras letras Plutarco Elías Calles, muchísimo menos dispuesto a hacer esas pequeñas concesiones que en nada perturbaban el ánimo del agudo Obregón, decidió que no había necesidad de andar haciendo visitas de cortesía al clero, y en1925 había dispuesto, con una gran y aparatosa ceremonia, el traslado de los restos de los insurgentes, de la capilla catedralicia, a la Columna de la Independencia, en el Paseo de la Reforma. Preferible mandar coronas al monumento porfiriano, habrá pensado Calles, que andar asomándose a Catedral.

Pero incidentes domésticos aparte, el anticlericalismo de Calles se tradujo en el propósito de normar la cotidianeidad del catolicismo: en 1925 también había impulsado el proyecto de crear una “iglesia nacional” encabezada por el famoso Patriarca Pérez, al que le dieron por sede el exconvento de Corpus Christi. En 1926, se anunció la promulgación de lo que en todo el país se conoció como la Ley Calles, que limitaba el número de sacerdotes a uno por cada 6 mil habitantes. Cada sacerdote debería tener una licencia, expedida por los congresos estatales o el Congreso de la Unión, para ejercer su ministerio, y por lo tanto tendrían que estar registrados ante los gobiernos municipales. Quienes no obedecieran las nuevas disposiciones serían sancionados, y para ello se reformó el Código Penal.

En respuesta a los proyectos del gobierno callista, la iglesia católica mexicana, con la autorización de El Vaticano, amagó con el cierre de templos y la suspensión de cultos. Una vez más, y como había ocurrido en 1857, entre el forcejeo del gobierno federal y la jerarquía eclesiástica, quedaron atrapados miles de mexicanos sinceramente devotos, que entraron en estado de zozobra: ¿qué iba a ocurrirles? ¿Se quedarían bebés sin bautizar, chiquillos sin primera comunión, parejas solamente con el matrimonio civil, moribundos sin los santos óleos? ¿Se iban a condenar por culpa de los pleitos entre el descreído de Calles y los indignados obispos?

COMUNIONES Y CONFIRMACIONES AL POR MAYOR

La radicalización de las autoridades federales y eclesiásticas generaron un auténtico drama de conciencia en muchas familias del país. Todo julio de 1926 fue un rumor a voces que se cerrarían los templos. Cuando se confirmó la decisión y se supo que la medida entraría en vigor el último día del mes, cuando la Ley Calles cobrara vigencia, un peculiar pánico hizo presa en montones de creyentes que intentaron librar las cosas de la mejor manera posible.

Y ahí los tenemos la noche del 21 de julio: amontonados en el atrio de la Catedral. Son pequeños y curiosos grupos: padres de familia, un niño o niña, o varios pequeños, y los padrinos respectivos de los infantes. La idea es que, antes de que los templos se cierren, los niños queden confirmados, los que se pueda hagan la primera comunión y ningún recién nacido se quede sin ser bautizado. La bulla en el atrio debió escucharse muy lejos, y, naturalmente, en las oficinas de los vecinos de al lado, en Palacio Nacional.

Quienes habían montado aquel peculiar campamento, pretendía, no bien se abriese, muy temprano, la puerta del Sagrario, entrar, recoger la boleta de confirmación y formarse para que el arzobispo José Mora y del Río les confirmara en la fe a sus pequeños.

Naturalmente, todas las buenas intenciones se fueron por el caño. Apenas se abría la puerta cuando la muchedumbre entró de manera desordenada, entre gritos miedo y demandas de orden. Acudió la policía montada, que logró que la gente hiciera filas. Pero dentro de Catedral el escándalo era mayúsculo: padres y padrinos gritándole al arzobispo, no se fuera a engentar y se marchara dejándolos ahí, mientras los niños y las niñas, aterrorizados por el desorden de los adultos, lloraban a gritos.

Después, la prensa calculó que se habían dado cita en el atrio de Catedral unas tres mil familias con sus niños y padrinos, y ni siquiera la mitad habían recibido la confirmación del arzobispo Mora y del Río, un hombre ya anciano, que, como era previsible, a las tres de la tarde ya no podía con su alma y se retiró, para pánico de los feligreses. Para calmar a los desesperados fieles, se anunció que vendrían varios obispos para administrar sacramentos de manera masiva.

Así se terminó julio de 1926: ya no solo en Catedral, sino en los templos de todo México, se organizaron bautizos y primeras comuniones masivas; todo mundo se puso práctico y le dieron la comunión a los chamacos, aunque no se supieran de memoria el catecismo; se eliminó el cobro de las contribuciones por los diversos servicios para no perder tiempo. Hubo baterías de confesiones y matrimonios, y largas, larguísimas filas. Todo eso sucedía en un clima de miedo. Hubo desmayos, asfixias y soponcios. La Cruz Roja tuvo mucho trabajo aquellos días, porque no hubo jornada sin uno o dos desmayados y uno que otro aplastado.

Un fotógrafo quiso tomar una imagen del interior de Catedral y prendió una luz de magnesio. El fogonazo y el ruido aterrorizaron a la muchedumbre, que pretendió escapar, pisoteándose y empujándose. La Basílica de Guadalupe estaba a reventar de gente que oraba porque ocurriera un milagro y todo mundo se pusiera razonable. Mientras, el gobierno callista pegaba avisos en los muros, asegurando a la población que los templos permanecerían abiertos para que los creyentes ejercieran su fe en paz. Naturalmente, nadie les creyó, y tenían razón. El clero católico no se iba a echar para atrás y los templos se cerraron.

Era el preámbulo al estallamiento de la guerra cristera. Pero también el inicio de una práctica religiosa embozada, “subterránea”, que recurrió a mil y una mañas para tener continuidad, mientras parte del país se teñía en sangre.

(Continuará)

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