(Des)amparo al pueblo

Leopoldo Maldonado

En la larga lista de reformas que hoy se discuten en México, pocas resultan tan delicadas como las que tocan la Ley de Amparo. No se trata de un asunto reservado a juristas ni de cambios menores. Lo que está en juego es una de las últimas puertas que la ciudadanía conserva para defenderse de los abusos del poder.

Uno de los aspectos más preocupantes de la iniciativa es el intento de diluir la figura del interés legítimo, ese mecanismo que permite a personas, comunidades y organizaciones cuestionar normas y actos de autoridad aunque no sean víctimas directas. Como recuerda Santiago Aguirre en su texto “Ley de Amparo: interés legítimo diluido” (El juego de la Suprema Corte, Nexos, 22/09/2025), gracias a esta figura se han logrado avances fundamentales. Cabe recordar que esa figura fue esencial para revertir parcialmente la omisión legislativa en publicidad oficial; reconocer el derecho a la verdad en la masacre de San Fernando; detener la vigilancia masiva sin orden judicial, o garantizar derechos de comunidades indígenas, de la diversidad sexual, mujeres, migrantes y víctimas de violencia.

Al inicio, la judicatura recibió con recelo esta figura, pero la presión social y el potencial de sus resultados la fueron consolidando. Sin el interés legítimo, muchos de esos logros nunca habrían existido. Los tribunales, mediante una Ley de Amparo hecha a la medida del PRI-Gobierno en los años 30, habrían cerrado la puerta alegando que los promoventes “carecían de un interés personal y directo”. México se habría quedado sin precedentes que hoy permiten exigir no discriminación, transparencia, justicia y rendición de cuentas.

La ofensiva contra el único juicio de protección de derechos no termina ahí. La iniciativa también busca acotar los efectos generales de la suspensión y ampliar las causales para negarla. Esto significa que las medidas cautelares de los jueces sólo protegerían al quejoso, sin extenderse a la sociedad, e incluso podrían prohibirse bajo ciertos supuestos. El resultado es que aunque una norma viole derechos de manera generalizada, el amparo —con suspensión restringida— dejaría de servir para detenerla de inmediato en beneficio de toda la colectividad afectada.

Los beneficios de la suspensión con efectos generales son muchos. Un ejemplo es que en 2017, múltiples tribunales concedieron suspensiones que frenaron temporalmente la aplicación de la Ley de Seguridad Interior de Peña Nieto, que profundizaba la militarización de la seguridad. Sin esas medidas cautelares, los derechos habrían quedado a merced de leyes inconstitucionales durante meses o años.

El discurso oficial sostiene que los amparos “obstruyen” al gobierno. Es el viejo recurso de culpar a la ciudadanía y victimizar al poder. Como si el problema fueran los derechos y no la discrecionalidad con que se puede llegar a gobernar.

Lo grave es que este intento de desmantelar el interés legítimo y limitar la suspensión se inscribe en una tendencia más amplia que apunta a reducir espacios de crítica, debilitar herramientas de defensa ciudadana y restar eficacia a los jueces. Es la misma lógica que ha tolerado el acoso judicial contra periodistas, la captura del Poder Judicial, las leyes de vigilancia masiva y el bloqueo de la transparencia. De aprobarse, México quedaría sin defensas efectivas y más expuesto a la arbitrariedad. 

El amparo nació para proteger a las personas frente al abuso de poder. Debilitarlo en nombre de la “eficiencia” equivale a empujar al país hacia la indefensión y confirma la deriva autoritaria que atravesamos. Triste momento para la democracia mexicana, que hoy enfrenta el riesgo de un autoritarismo legalizado, uno con contrapesos a modo del poder central-presidencial y con derechos acotados por la “razón de Estado”.

Resulta revelador que este Gobierno se llene la boca con la palabra “pueblo”. Pero ¿de qué pueblo hablan? Todo indica que quieren uno dócil, que no marche en las calles, no litigue en tribunales y no critique a las autoridades. Para el oficialismo, el pueblo que merece su respeto es el que asiente en silencio. El otro, el que defiende sus derechos, resulta incómodo. 

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