Las otras heridas de la guerra en Culiacán: comercios cerrados, calles vacías y 70 mil mdp en pérdidas

Manu Ureste
Son las 18:23. Aún hay luz en las calles de Culiacán, pero la mayoría de los comercios ya bajaron la cortina metálica. A ambos lados de las banquetas se respira un silencio tan denso como el calor que sofoca a la ciudad.
Es 10 de septiembre, un día después de cumplirse un año de la guerra interna del Cártel de Sinaloa, hoy dividido entre ‘chapitos’ y ‘mayitos’. El coche de los reporteros de Animal Político y Noroeste avanza despacio por la Mariano Escobedo, en la colonia Las Vegas. A unas cuadras están la Catedral, el Ayuntamiento y el mercado Garmendia. Por las mañanas es uno de los puntos más bulliciosos de la capital. Ahora, cuando aún no cae la noche, las banquetas están desiertas. Los locales exhiben carteles de ‘Se renta’ o ‘Se traspasa’. Apenas se ve una o dos personas caminando con prisa y semblante nervioso, buscando subir a uno de los pocos microbuses que deambulan por la zona casi vacíos.
El coche continúa transitando, ahora por la avenida Juan Sepúlveda.
Las casas de cambio, las legales, están cerradas. Las ilegales, también. Las clínicas privadas, lavanderías, panaderías, cafés, ópticas, tienditas de abarrotes… Todo está cerrado.
Solo algunas taquerías, fonditas de barrio o restaurantes de sushi —una de las comidas predilectas de Culiacán—, permanecen abiertos. Aunque tampoco tardarán en bajar la cortina: antes de las 21:00 horas, los meseros habrán cobrado presurosos las últimas cuentas y colocado las sillas sobre las mesas, como parte del toque de queda autoimpuesto por la ciudadanía.
Así ocurrió en este recorrido, en una sucursal de una famosa cadena de comida japonesa ubicada muy cerca del centro comercial Forum. Ahí, el 24 de marzo, unos desconocidos esparcieron restos humanos en el estacionamiento, a un costado de un hotel y frente a un restaurante de lujo. La cadena recortó su horario de cierre, como han hecho muchos otros establecimientos en una ciudad que se ha quedado prácticamente sin vida nocturna: muchos locales que antes ofrecían cenas y diversión con bebidas, ahora tienen tardeadas y desayunos. Y no muy temprano, porque los delincuentes instalan retenes durante las primeras horas del día.
Son casi las 19:00 horas. El sol se va apagando entre destellos rojizos y la ciudad de los 2 mil asesinatos y más de 2 mil desaparecidos en un año de guerra se encierra sobre sí misma. Las calles quedan sumidas en un silencio pesado, hermético.
Es el silencio que deja la guerra.
El silencio del miedo.
“No sabemos si correr o bajar la persiana”
Óscar Sánchez, presidente de la Unión de Comerciantes de Culiacán y coordinador del Frente Ciudadano Primero Culiacán, recibe a los reporteros afuera de un pequeño local del centro histórico, un día después del recorrido por los comercios. Son poco más de las cuatro de la tarde.
—En la ciudad ya hay una cierta reactivación social —dice de pie, sobre una banqueta por la que caminan decenas de personas—. Se ve un poco más de gente en las calles. No porque nos sintamos seguros —matiza, levantando el índice—, sino por el hartazgo de estar encerrados.
De inmediato contrapone:
—Pero esa reactivación social no se ha traducido en reactivación económica. No hay circulante de dinero y los apoyos gubernamentales y los programas sociales no están siendo suficientes.
El saldo de la violencia en los empleos y el sustento de cientos de miles de personas es profundo. Según la Unión de Comerciantes, más de 20 mil micro, pequeñas y medianas empresas se han visto afectadas por la crisis de inseguridad. De ellas, hasta 15 mil han cerrado definitiva o temporalmente, tanto en Culiacán como en municipios vecinos —Navolato, Elota, Eldorado— y Mazatlán.
En Navolato, por ejemplo, en un recorrido por el mercado de abastos Miguel Hidalgo, en el centro de la localidad, se contabilizan al menos once puestos con las persianas bajadas. En otro de los laberínticos pasillos, otros siete. Solo un par de días más tarde del recorrido, la noche del 13 de septiembre, un adolescente de 15 años fue asesinado a balazos frente a una llantera de esta localidad.
—Con la violencia han caído un 70 por ciento las ventas. Y hasta poco me parece —asegura María del Carmen López, comerciante en el Mercado Hidalgo de Navolato.
—No se puede trabajar así. Vivimos estresados por llevar un taco a la mesa. No sabemos si correr… o bajar la cortina —lamenta la mujer.
De regreso al centro de Culiacán, Óscar Sánchez señala que, a un año, el balance de pérdidas, con cifras de Coparmex y otros organismos empresariales, es de al menos 70 mil millones de pesos.
—Claro, el Gobierno va a decir que no es cierto, que son menores. Pero aquí incluimos el comercio informal, que en Sinaloa es alrededor del 50 por ciento. Y ese comercio —la señora que vende comida frente a su casa, el pequeño local— ha sido el más golpeado por esta oleada de violencia.
En la avenida General Juan Carrasco del centro, el comerciante Marco Flores recuerda su historia frente a la persiana metálica de un local que cerró en enero, tras 20 años de su vida dedicada a esa tienda.
—Con la violencia, vino el declive total. Bajó mucho el flujo de clientes. Ya no podíamos pagar la renta, la luz, agua, teléfono, seguro, empleados… —enumera.
Intentaron apoyarse en ventas en línea y a domicilio, como en la pandemia. Tampoco funcionó.
—Llegó un momento en el que dijimos: “Hasta aquí. Ya no aguantamos más”. De hecho, aún sigo pagando rentas atrasadas.
Extiende el brazo y señala la calle.
—Mira, puedes verlo. No fui el único que no aguantó…
A su alrededor, al menos otros cuatro locales muestran persianas bajadas y carteles amarillos de ‘Se renta’. Muy cerca, un pequeño comerciante se apresura a cubrir con una lona azul su puesto de colgantes y gorras. Son casi las 18:00 horas, mira nervioso la hora en su reloj. La noche, y la oscuridad, se le echa encima.
—Estamos viviendo una psicosis —exhala cansado—. No solo es que no vendemos, que no alcanzamos para sostener a la familia. Súmale el miedo de salir de casa. Estar en el centro es relativamente seguro. El problema es llegar y regresar.
Además, aunque al parecer el tema de las extorsiones no era algo que preocupara a los comerciantes ni empresarios de Culiacán, pues las personas entrevistadas coinciden en apuntar que antes de la división del cártel no era común, ahora comienzan a escucharse testimonios denunciando este delito.
La Unión de Comerciantes tiene registro de que se están produciendo entre ocho y veinte llamadas telefónicas de extorsión. Mientras que al menos mil comerciantes han sido despojados de sus vehículos, de los 7 mil casos que hay en la entidad a un año de la guerra.
Ni el campo se libra
La violencia también golpea al campo. Enrique Riveros, ex presidente de la Asociación de Agricultores de Río Culiacán, y consejero agrícola de Coparmex Sinaloa, lo explica en entrevista.
—Antes, no se vivía esta problemática. Pero, con esta guerra, ya no hay lugar seguro. Ni siquiera el campo —afirma.
Los agricultores han reducido también horarios y la producción de hortalizas como tomate, maíz o ejote. Es común, dice Riveros, que en las carreteras rurales encuentren retenes del crimen organizado, donde son despojados de vehículos, agredidos o amenazados.

—Ha habido agarrones muy violentos dentro de los campos. Y pues los trabajadores tienen miedo, los patrones tienen miedo, y todos tenemos miedo. Es muy difícil trabajar en estas condiciones —lamenta Riveros.
La economía de Culiacán, Sinaloa, late hoy entre persianas metálicas cerradas, letreros de ‘Se traspasa’, cosechas en riesgo y miles de familias que se debaten entre el miedo y la necesidad.
La guerra no solo ha dejado calles vacías y en silencio al caer la noche: también fracturó el sustento de millones de hogare