¿Tenemos un sistema de justicia penal libre de racismo?

José Luis Gutiérrez Román y Cristopher Alexis Sánchez Islas

Desde 1995, cada 9 de agosto se conmemora el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, una fecha que busca reconocer su diversidad cultural, sus derechos colectivos y su contribución histórica al mundo. Pero en México, esta conmemoración suele convivir con una realidad muy distinta: la exclusión sistemática de los pueblos indígenas en múltiples ámbitos de la vida pública, incluyendo uno de los más sensibles y determinantes para la dignidad humana: el acceso a la justicia.

Enfrentar un proceso penal siendo una persona indígena implica, con frecuencia, ingresar a un sistema que no ha sido pensado para reconocer ni respetar la diversidad cultural. El sistema de justicia penal en México opera bajo una lógica monocultural que ignora las cosmovisiones, formas de organización social y prácticas jurídicas de los pueblos indígenas. Esta falta de reconocimiento invisibiliza las identidades culturales y refuerza dinámicas de exclusión histórica.

Aunque se han impulsado reformas y programas institucionales que buscan garantizar una justicia más incluyente, lo cierto es que en la práctica, el sistema de justicia penal sigue funcionando bajo una lógica que desconoce o minimiza los derechos de los pueblos indígenas. No se trata solamente de una falta de recursos o de voluntad política, sino de algo más profundo: la permanencia de una estructura que reproduce prejuicios históricos y que, con frecuencia, niega la legitimidad de formas distintas de entender y ejercer la justicia. En pocas palabras, la justicia penal en México no ha logrado descolonizarse ni incorporar de forma plena la pluralidad normativa que caracteriza a este país.

Durante años, la expresión “usos y costumbres” ha sido utilizada para referirse a los sistemas normativos indígenas. Lo que en apariencia es una categoría neutral y descriptiva, en realidad esconde una visión colonial que reduce la riqueza normativa de los pueblos indígenas a prácticas informales, carentes de estructura y ajenas a la racionalidad jurídica. Ejemplo de esto es que muchas personas juzgadoras, fiscales o defensoras públicas asumen que las comunidades indígenas no tienen normas propias válidas, sino tradiciones desorganizadas que pueden ser ignoradas al momento de aplicar la ley. Esta percepción se traduce en la negación cotidiana de la jurisdicción indígena en casos penales, aun cuando el nuevo marco constitucional reconoce explícitamente su validez, incluso para resolver conflictos en esta materia.

Esta situación no implica solamente una omisión legal, sino una forma de exclusión que tiene consecuencias serias para las comunidades indígenas. Negar el derecho de los pueblos a resolver conflictos conforme a sus propias normas es una manera de quitarles autonomía y de tratarlos como si no tuvieran la capacidad de decidir sobre su vida colectiva. Es también una forma de racismo que alimenta las prácticas de inferiorización de la otredad indígena.

La discriminación también se vive en el trato diario dentro de los procesos penales. Datos del INEGI muestran que el 78.9 % de las personas indígenas han percibido algún grado de discriminación en servicios gubernamentales —incluyendo las defensorías públicas— y más del 70 % lo ha experimentado por parte de autoridades de impartición de justicia. Esta discriminación no siempre es directa ni explícita; a veces se expresa en acciones sutiles que marcan la diferencia entre tener o no una defensa adecuada. Por ejemplo, cuando no se garantiza un intérprete en su lengua, cuando se parte del supuesto de que la persona indígena no comprende el proceso, o cuando se construyen argumentos de defensa que no buscan comprender el contexto ni proteger los derechos de la persona acusada, sino infantilizarla, presentarla como inimputable o reducir su pena sin garantizar un juicio justo.

Esto tiene un impacto directo en derechos humanos como el debido proceso o la presunción de inocencia. Si el sistema judicial parte del prejuicio de que la persona indígena “no entiende”, “no sabe defenderse” o “no se rige por normas”, el juicio se vuelve una simulación. En lugar de analizar el contexto, se impone una visión ajena que no busca comprender, sino adaptar a la fuerza. El sistema de justicia penal se convierte así en una herramienta de asimilación cultural o de limpieza étnica.

Estos prejuicios generan consecuencias concretas y dolorosas en la vida de quienes enfrentan la justicia desde contextos indígenas. Muchas personas son separadas de sus comunidades sin posibilidad de regresar, ya sea por estigmatización, exclusión o destierro. Otras son abandonadas por sus familias, no por falta de afecto, sino porque los centros penitenciarios suelen estar ubicados a cientos de kilómetros de sus lugares de origen, imposibilitando las visitas y el acompañamiento afectivo. También la prisión preventiva se impone como regla, no como excepción, ante el abandono de los casos por parte de defensorías públicas y privadas. Además, en el caso de que recuperen su libertad, no existen mecanismos que acompañen su reintegración comunitaria, ni programas que consideren su lengua o cultura. Así, lo que debería ser justicia, se traduce en más castigo, más desarraigo y más abandono para las personas indígenas.

Aunque existen diversos instrumentos diseñados para garantizar una justicia intercultural —como protocolos, marcos normativos, mecanismos de coordinación y formación para operadores jurídicos—, su aplicación en la práctica es esporádica y desarticulada. No basta con que existan normas o buenas intenciones, si en la realidad cotidiana del sistema penal estas herramientas no se utilizan de forma sistemática y vinculante, la exclusión se mantiene intacta.

En 2024, se aprobó una reforma constitucional que reconoce de forma más clara el derecho de los pueblos indígenas a aplicar sus propios sistemas normativos, incluso en materia penal. A pesar de que representa un avance legal, aún no se refleja en la práctica institucional.

En la mayoría de los estados del país no existen Salas de Justicia Indígena y, cuando existen, muchas veces carecen del respaldo necesario para operar con eficacia. Los casos que podrían ser conocidos por autoridades indígenas siguen siendo tramitados por juzgados estatales, bajo el argumento de que el sistema comunitario no tiene competencia o no está suficientemente “formalizado”. Esto niega la posibilidad de que los pueblos ejerzan su derecho a resolver los conflictos que les afectan conforme a su propia cultura, cosmovisión y procedimientos. No se trata de aplicar una justicia distinta “por excepción”, sino de reconocer que en un país pluricultural deben coexistir distintos sistemas jurídicos en condiciones de igualdad.

Hoy México atraviesa un momento que puede ser clave para la erradicación del racismo judicial. Por tercera vez en su historia, la Suprema Corte de Justicia de la Nación estará presidida por una persona indígena. Este hecho, más allá de su carga simbólica, abre la puerta para hacer transformaciones profundas en el sistema de justicia. Sin embargo, ese cambio no ocurrirá solo desde la cúpula institucional, necesita materializarse en las estructuras locales, en la operación diaria de los juzgados, en las defensorías públicas y privadas, en las fiscalías, e incluso en las universidades que forman a las y los futuros operadores jurídicos. El cambio a una justicia verdaderamente intercultural radica, sobre todo, en la voluntad de reconocer que la diversidad no es un obstáculo, sino una riqueza jurídica que el país todavía no ha sabido comprender.

Para lograrlo es fundamental ejecutar transformaciones estructurales, culturales y normativas que garanticen la aplicación de enfoques interculturales para mitigar el racismo interiorizado en la justicia mexicana. Acciones como el fortalecimiento de las Salas de Justicia Indígena con facultades contundentes, la capacitación y sensibilización de los operadores del sistema en enfoques de interculturalidad, o la coordinación entre jurisdicciones ordinarias e indígenas son los mínimos irreductibles para dar un paso firme a la igualdad como no sometimiento de los pueblos indígenas. Sin estas medidas, el reconocimiento al pluralismo jurídico seguirá siendo un derecho escrito pero inalcanzable.

El sistema de justicia penal no será justo mientras continúe funcionando desde una lógica que excluye y discrimina. Una justicia verdaderamente intercultural no se limita a traducir leyes ni a incluir referencias culturales en los expedientes. Es aquella que comprende, respeta y reconoce que existen otras formas válidas de entender la justicia.

¿Tenemos un sistema de justicia penal libre de racismo? No todavía. Mientras esa respuesta se mantenga, el acceso a la justicia para los pueblos indígenas seguirá en un horizonte lejano. No basta con reformas ni con discursos institucionales: se necesita una transformación profunda que cuestione las raíces coloniales del derecho y ponga fin a siglos de exclusión. En ese camino, es inevitable hacerse una segunda pregunta, igual de urgente: ¿estamos dispuestos a construir un sistema penal verdaderamente plural, intercultural y justo?

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