Los plurinominales: reliquias electorales

Pablo Cabañas Díaz

Hay instituciones que envejecen con decoro, y otras, como las diputaciones plurinominales, que envejecen con cinismo.

El sistema político mexicano arrastra desde hace más de medio siglo una figura que ya no responde a las exigencias del pluralismo ni a la legitimidad democrática. Su origen fue táctico; su permanencia, burocrática.

Lo que comenzó como una apertura controlada, terminó como una distorsión estructural de la representación.

En 1963, el artículo 54 constitucional fue reformado para establecer que los partidos con al menos el 2.5% de la votación tendrían derecho a cinco diputados, y uno más por cada 0.5% adicional, hasta 20.

Fue un gesto del régimen para aparentar apertura sin ceder el control. En 1977, bajo el impulso reformador de Jesús Reyes Heroles, se instauró el sistema electoral mixto: 300 diputados de mayoría relativa y 100 de representación proporcional.

No era democratización, sino contención. Durante casi dos décadas, el número de plurinominales se mantuvo en cien.

Los diputados plurinominales en México llegaron a un total de 200 en 1986, cuando se aprobó una reforma electoral que aumentó el número de diputados de representación proporcional de 100 a 200.

Se introdujo un tope de sobrerrepresentación: ningún partido con más del 60% de votos puede tener más de 300 curules.

El poder se repartía con reglas matemáticas, no con principios. Como dijo Jorge Carpizo: “En México, el avance democrático no fue una ruptura, sino una administración gradual del poder”.

“Hoy, los plurinominales representan el privilegio de las cúpulas. No rinden cuentas a nadie. Son colocados en listas cerradas por lealtad interna, no por mérito electoral. No conocen a quienes dicen representar. No caminan distritos. No tienen base social. Son legisladores sin rostro y sin territorio. La retórica que los defiende —pluralidad, equidad, representación— se ha vaciado de contenido. La realidad es que son cuotas disfrazadas de representación”.

Lo que alguna vez fue un canal de inclusión política, se ha convertido en un espacio de reciclaje partidista.

El Instituto Nacional Electoral, que debería ser guardián de la voluntad ciudadana, se ha transformado en el defensor técnico de estas distorsiones. No discute el modelo, lo administra.

Lorenzo Córdova defendió los plurinominales como garantía de pluralismo, sin admitir que ese pluralismo es artificial y ajeno al sufragio.

En lugar de cuestionar el modelo, el INE lo perfecciona. Pero la legitimidad no se fabrica en laboratorios jurídicos: se gana en las urnas.

La representación sin contacto es simulación. La democracia sin legitimidad es vacío. Los plurinominales son fósiles de un régimen que ya no existe. Su utilidad terminó.

Su permanencia se explica solo por la comodidad de los partidos. Como sentenció Jesús Reyes Heroles: “La forma de acceder al poder es tan importante como el poder mismo”.

Esa forma, en pleno siglo XXI, ya no puede ser una lista cerrada impuesta por las cúpulas. México necesita un Congreso auténtico, donde cada legislador deba mirar a los ojos a su comunidad.

No más representantes sin pueblo. No más curules sin votos. Eliminar los plurinominales es más que una reforma electoral: es una exigencia ética.

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