¿Fue legítima la elección judicial?

José Antonio Sosa Plata
El debate sobre la legitimidad de la elección judicial sigue abierto y polarizado. Si bien es cierto que el nivel de la participación ciudadana es uno de los factores esenciales para la gobernabilidad del proceso, también lo es que el análisis no puede estar limitado a esta circunstancia.
Desde un principio se sabía que la abstención iba a ser alta. Los antecedentes de las elecciones intermedias —y la consulta sobre la revocación de mandato del expresidente Andrés Manuel López Obrador— permitían hacer esta previsión. La complejidad que tuvo este proceso, también.
Además, la consejera presidenta del INE, Guadalupe Taddei, aseguró que el proceso electoral tendría “certeza jurídica”. Lo más seguro es que así será, no obstante las denuncias que se han presentado hasta este momento. Sobresalen las relacionadas con los “acordeones” y el piso disparejo que hubo en algunos lugares.
Han pasado ya tres días desde las votaciones y, hasta ahora, el conflicto postelectoral parece estar bajo control. De lo que no hay duda es que la mayor prioridad en este momento es la legitimidad de la elección. El reto es mayor si se toma en cuenta que el concepto va ligado en forma directa con la gobernabilidad del país.
Para comprender mejor la legitimidad, es necesario un análisis más profundo. El concepto se puede interpretar de diversas maneras. Sin embargo, los teóricos y especialistas tienen un punto de coincidencia: “la legitimidad es la cualidad de que la mayoría esté conforme con un mandato legal”.
En otras palabras: en un Estado algo es legítimo cuando el poder tiene la capacidad de obtener la obediencia de los gobernados sin utilizar la coacción, presión, amenaza, extorsión, engaño o violencia. Y la obediencia, sin resistencia y con convencimiento, es importante para cualquier sistema político.
Sin embargo, no todos los regímenes políticos lo entienden así. Frente a la incapacidad que a veces tienen para contar con “el respaldo” de la mayoría, recurren además al miedo, la desinformación y la mentira. Se trata de herramientas de comunicación política —alejadas de los valores éticos— que se utilizan cuando la desesperación, la ignorancia y la falta de capacidad profesional dominan sus emociones.
La historia está llena de ejemplos de los errores que se cometen en busca de la obediencia, y el apoyo mayoritario en los momentos clave de su gestión. Algunos líderes proceden con decisiones equivocadas en situaciones de crisis y luego rectifican. Otros, terminan por abandonar sus convicciones, casi siempre por presiones de intereses internos y externos, hasta convertirse en gobernantes autoritarios.
En cualquier situación, unos y otros apelan a la legalidad de sus decisiones, a la validez de sus normas y, sobre todo, ponen el énfasis persuasivo en el voto de la mayoría que les dio la confianza para representar sus intereses. Detrás de estos argumentos, lo que buscan es la legitimidad (o justificación) de sus decisiones cuando la controversia de las acciones jurídicas se impone en la agenda pública.

Tal fue el caso de la elección judicial, en donde la legalidad tendrá que transitar junto a la legitimidad. Pero, ¿qué es lo legítimo, una vez que se superó la prueba sobre la percepción de la legalidad de la reforma, a pesar del bajo nivel de participación que hubo?
Para responder, retomemos una de las muchas interpretaciones que ha dado la teoría política: la del sociólogo alemán, Max Weber. El científico identificó —desde una visión pragmática del poder— tres puntos esenciales para comprender la forma en que se obtiene la legitimidad en el espacio público.
La primera legitimidad es la carismática. Se basa en la creencia que se tiene en los líderes con cualidades que se reconocen excepcionales. En personajes que inspiran. Su autoridad emerge de la admiración, la confianza y la popularidad.
La segunda es la tradicional. Su fortaleza está en la lealtad y respeto a las jerarquías institucionales. En ésta, los líderes son vistos también como instituciones, como sucede en una monarquía. Por lo mismo, no hay cuestionamiento ni quejas de importancia con los fundamentos de la tradición.
Y la tercera es la racional—legal. En esta variable, el sustento lo tiene en la legalidad de las normas, en los procedimientos formales que se deben acatar y en la justicia que respalda las decisiones tomadas por los líderes. Aquí, la figura de autoridad se deriva del cargo y no de la persona que lo ocupa.
Desde esta perspectiva (controvertida, sin duda), si el gobierno de la presidenta Sheinbaum logra asegurar el control de la reforma y la obediencia libre de la ciudadanía —a partir de las tres líneas sugeridas por Weber— obtendrá con el tiempo “la legitimidad” que necesita. La normalización de las actividades del nuevo Poder Judicial, la aceptación de las nuevas reglas y el acatamiento de la sociedad serán su sustento.
Sin embargo, también tendrá que superar la prueba de la credibilidad y la eficacia. ¿Se logrará reducir el alto nivel de impunidad que existe desde hace décadas en el país? ¿Habrá un verdadero esquema de contrapesos y de equilibrio entre los poderes? ¿Se borrará la percepción de que la baja participación no fue un éxito y que no se manipuló la elección?