Desaparecer en México: el dolor que el gobierno no quiere ver

Elliot Velher
Imagina por un momento que tu hija no vuelve a casa. No contesta el teléfono, no responde mensajes.
La buscas por las calles, vas al Ministerio Público, gritas su nombre en redes sociales. Nadie te da respuesta. Horas después, días después, nadie te acompaña.
Solo tú, tu desesperación, y una fotografía que imprimes una y otra vez para pegar en postes y ventanas.
Así empieza la tragedia que en México se ha vuelto rutina: la desaparición.
El hallazgo del campo de exterminio en Teuchitlán, Jalisco, donde cientos de restos humanos calcinados han sido encontrados, no solo destapa el horror que se vive en regiones dominadas por el crimen.
También evidencia lo que muchos han dicho durante años: en México, desaparece quien estorba, quien incomoda, quien simplemente tuvo la mala suerte de estar en el lugar equivocado.
Y ante esa tragedia, el gobierno ha optado por mirar hacia otro lado.
Desde el año 2006, cuando comenzó la llamada “guerra contra el narco”, México entró en una espiral de violencia de la que aún no sale.
A partir de entonces, las cifras de personas desaparecidas comenzaron a subir de forma alarmante.
La militarización de la seguridad, las disputas territoriales entre cárteles y la colusión de autoridades con el crimen generaron el caldo de cultivo perfecto para que la desaparición forzada se convirtiera en una constante.
Pero lo más grave es que, lejos de disminuir, el problema ha empeorado.
Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, más de 45 mil personas han sido reportadas como desaparecidas.
Y ahora, bajo el gobierno de Claudia Sheinbaum, todo indica que el fenómeno persistirá con la misma crudeza, si no es que se intensifica.
La razón es simple: no hay voluntad política real para enfrentar esta tragedia.
El discurso oficial minimiza el problema.
Se acusa a los medios de exagerar, se descalifica a las familias buscadoras, se reduce el presupuesto de las comisiones de búsqueda y se abandona a los colectivos que día tras día rastrean terrenos baldíos, cerros, fosas y basureros en busca de fragmentos humanos.
Esas familias —madres, padres, hermanos, hijos— no son prioridad para este gobierno.
No lo fueron antes y no lo son ahora.
Mientras tanto, los campos de exterminio como el de Teuchitlán nos muestran lo que realmente está pasando: que, en México, se puede desaparecer a una persona sin dejar rastro, sin consecuencias, sin justicia.
Y lo más doloroso es que esto no ocurre sin que las autoridades lo sepan.
O lo permiten, o prefieren callar. Ambas opciones son igual de condenables. Detrás de cada cifra hay una historia.
Una madre que dejó de dormir, un niño que pregunta por qué su papá no regresa, una vida rota que jamás volverá a ser igual.
Pero para el gobierno, todo eso se resume en estadísticas.
Son números, no personas. Son “daños colaterales”, no víctimas con nombre y rostro.
Hoy, en México, la desaparición no es una excepción. Es un sistema.
Un sistema sostenido por la impunidad, la indiferencia y la complicidad.
Y mientras eso no cambie, mientras no se garantice justicia para cada familia que busca, mientras no se castigue a los responsables, todo seguirá igual.
Tarde o temprano, esta tragedia nos alcanzará a todos.
Porque en un país donde se puede desaparecer a alguien sin que pase nada, nadie está a salvo.
Entonces, lector, vuelve a imaginarlo: es tu hija. ¿Qué harías tú si el Estado no hace nada? ¿Si tu dolor es invisible? ¿Si la única forma de encontrarla es escarbar con tus propias manos la tierra que otros decidieron llenar de muerte? Esa es la realidad de miles de familias en México.
Y mientras no la enfrentemos como sociedad y como gobierno, seguiremos siendo un país donde el silencio y la muerte caminan impunes, donde la desaparición es parte del paisaje, y donde la justicia sigue siendo un espejismo.