Aferrarse al trono

Juan Eduardo Martínez Leyva

La necesidad que han tenido los grupos humanos por cambiar o sustituir a sus gobernantes es muy antigua. Como antigua debió haber sido la resistencia de los mismos por dejar el poder. Entre las tribus más primitivas existieron diversas reglas y convenciones sociales para determinar cuándo un jefe tribal o rey debía ser depuesto y sustituido por uno nuevo.

James Frazer en La rama dorada dedica algunos capítulos a analizar de qué manera algunos pueblos primitivos daban fin al periodo de gobierno de sus monarcas, y cómo algunas de estas costumbres fueron cambiando con el tiempo, dando lugar a nuevas formas de permanencia en el poder.

En algunos casos bastaba con que el dirigente mostrara signos de debilidad física para decidir su reemplazo. En otros, debían cumplir un ciclo cósmico, determinado por el movimiento regular de ciertos planetas o estrellas en el firmamento. Los sacerdotes, que tenían por oficio vigilar el cielo, eran los encargados de determinar la fecha del fin del reinado. En ambas situaciones el rey debía morir mediante un sacrificio ritual.

En el pensamiento salvaje no se le permitía al gobernante morir de enfermedad, muerte natural o en la vejez porque su alma que se habría debilitado en un cuerpo enfermo, debía ser fuerte para velar por la prosperidad de todos. De no ser así se ponía en riesgo la existencia del grupo.

En algunos pueblos de Camboya, del Congo o en la región del alto Nilo, escribe Frazer, cuando un jefe caía enfermo o mostraba alguna señal de decrepitud -arrugas en la cara, canas, la caída de los dientes u otro deterioro físico- era apuñalado. El designado para sustituirlo en el trono era el encargado de llevar al cabo el asesinato ritual. Había casos en donde el rey viejo tenía que librar una batalla a muerte con los más jóvenes pretendientes a la jefatura.

En otras regiones, como en Prusia o entre los yorubas de Nigeria, el rey cumplía un periodo en el trono de siete o doce años, al final del cual, él mismo, voluntariamente, se inmolaba o se suicidaba.

La costumbre de matar al rey por sus achaques físicos entró en desuso en aquellos lugares en los que los jefes se rebelaron contra las reglas establecidas, donde el poder era ejercido mediante la fuerza represiva. La debilidad personal del gobernante era sustituida por la fortaleza de la violencia contra sus súbditos. Entre los sultanes de Darfur, una región de Sudán, o entre las tribus de Uganda, ninguna persona podía tener o exhibir atributos superiores a los de su jefe, ninguna apariencia individual podía estar por encima de la apariencia del tirano. Si éste tosía, estornudaba o perdía un diente, todos los que estaban a su alrededor debían hacerlo, de lo contrario se podría interpretar como un acto de superioridad o soberbia inadmisible que ameritaba castigo.

Existieron soberanos que encontraron formas menos ridículas de permanecer en el trono. El sacrificio ritual del rey fue sustituido por la muerte de otra persona o incluso por un animal, que morían en su lugar. En Babilonia el monarca abdicaba voluntariamente del trono por un tiempo, dejando en su lugar a un “rey temporero” que ejercía un poder limitado, en virtud de que el antiguo jefe seguía ejerciendo el mando.

La rebelión contra el fin de las reglas para continuar en el trono también se dio en aquellos lugares en donde se regían por periodos astrales. Los dirigentes de Méroe, un pueblo de Etiopía, obedecían puntualmente a los sacerdotes cuando éstos indicaban el tiempo de morir y dejar el cargo. Esto fue así “hasta el reinado de Ergamenes, contemporáneo del rey de Egipto, Ptolomeo II, el cual habiendo recibido educación griega que lo emancipaba de las supersticiones de sus paisanos, hizo caso omiso al mandato sacerdotal, y entrando en el Templo Dorado a la cabeza de un grupo de soldados, pasó a filo de espada a los sacerdotes”.

En el volumen dedicado a la mitología primitiva, Joseph Campbell menciona un cuento popular que narra cómo Akaf, el gobernante de Napta, una región del Nilo colindante con Nubia, pudo deshacerse de la obligación del sacrificio ritual.

El rey era el hombre más rico de la tierra, pero su vida era la más triste y corta de todas porque tenía que gobernar por un periodo breve. El primer acto oficial del Nap- ese era su título- consistía en escoger a las personas que debían ser sacrificadas junto con él. Akaf escogió a su hermana menor Sali y a un esclavo de nombre Far-li-mas. Este último dominaba el arte de la narración, a tal grado que sus historias tenían un efecto narcotizante, como el hachís, entre quienes lo escuchaban. Una especie de encantamiento.

Todos los días Akaf reunía a su corte, junto con la servidumbre, y le pedía al esclavo que contara una historia. Cuando el relato de Far-li-mas fluía, todos los presentes eran presas de la fascinación y se abandonaban al sueño, dejando de lado sus obligaciones.

Después de indagar las reglas que los sacerdotes seguían para determinar el momento exacto en que el fin del reinado había llegado, Sali, que se negaba a morir con su hermano, encontró la forma de desafiar los dictados de los astros. Los sacerdotes, celosos de su deber, observaban el cielo apenas se había puesto el sol. Tenían un registro exacto del movimiento de la luna y seguían el rastro de las estrellas que se acercaban y alejaban de ella.

Sali convenció a su hermano Akaf de que cambiara las reuniones diurnas para escuchar al esclavo. Sugirió que estas iniciaran a la puesta del sol y que invitaran a los sacerdotes a escucharlas. Así fue cómo los sacerdotes hechizados por las narraciones de Far-li-mas descuidaron su oficio, perdieron el rastro de las estrellas y se olvidaron de señalar el día de la muerte del rey.

Tanto en sociedades salvajes como civilizadas la obsecación de algunos gobernantes por aferrarse al trono ha sido una constante en todas las épocas. Ello ha sido causa de guerras y luchas civiles internas. En la época actual tenemos casos de jefes de estado que han conquistado el poder por la vía democrática. Sin embargo, una vez en el mando, intentan destruir las reglas con las que fueron electos y cambiarlas para permanecer gobernando, de alguna u otra forma. Desde Donald Trump y Vladimir Putin hasta Viktor Orbán y Recep Tayyip Erdogán, pasando por diversos autócratas latinoamericanos, observamos esa obsesión por aferrarse al trono. Sobra decir que este insano reflejo atenta contra los principios democráticos. 

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