Universidad y Dictadura. El terror en los claustros

Magter. Jorgelina MENDEZ y Prof. Rubén PERALTA

Hace 40 años sufríamos el sexto golpe de Estado de nuestra historia. Resultaría la dictadura más violenta entre las que nos tocó vivir como país. Existe un consenso suficientemente generalizado para afirmar que se trató de una acción cívico-militar amparada y promovida por el poder económico y con la complicidad, al menos, de potencias extranjeras.

Desde esta concepción es claro que la persecución que sufrió la Universidad argentina, como una institución central en nuestra historia, no comenzó el 24 de marzo de 1976, sino tiempo antes. Todas las dictaduras, desde 1930, interrumpieron la cotidianeidad universitaria mediante la intervención, el despido de docentes, purgas ideológicas y demás. La única excepción, haya sido tal vez, la participación de una parte importante del sector intelectual en el golpe de 1955 que derrocó al Gobierno del Gral. Perón, invirtiendo la carga de la relación. No obstante, el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional puso en la Universidad el foco del control, la persecución y la violencia no sólo sobre los sectores intelectuales o políticos que allí se expresaban sino también sobre la juventud, su movilización y participación, en definitiva, sobre lo que ellos consideraban el elemento subversivo.

Ya el golpe del Gral. Onganía de 1966 había dejado claro que para ciertos sectores existía una directa relación entre universidad, comunismo y subversión que requería la intervención de los claustros, la purga de docentes y el control de contenidos y sin duda los acontecimientos de la denominada “Noche de los Bastones Largos” mostró que lo que se buscaba reprimir no era solamente el enemigo “rojo” sino, fundamentalmente, lo que representaba la universidad argentina de aquellos años: producción de conocimiento, participación política, movilidad social, entre otros.

Marzo de 1976 marca un momento trágico de nuestra historia pero que no se puede pensar sin entender todas las manifestaciones que históricamente fueron marcando los pasos a este triste destino, que se precipitó tras la muerte del Presidente Perón. Si 1973 fue la explosión de la participación y la matrícula en las universidades, a partir de julio de 1974 las cosas cambiarían de manera drástica: un giro conservador y autoritario conducido por el poder ejecutivo, ahora a cargo de María Estela Martínez de Perón. El camino iniciado por su ministro de Educación, Ivanissevich, se inició con el cambio de los rectores normalizadores designados en el ‘73 y con cesantías del personal, aplicando normas legales como la Ley de Prescindibilidad y la Ley Universitaria, promoviendo una “depuración” de la educación superior (Cano, 1985).

En ese momento muchas universidades fueron intervenidas colocando al frente de ellas hombres ajenos a la vida universitaria que en parte asumieron por la fuerza acompañados de grupos paramilitares y parapoliciales. Los rectores asociados con lo más revolucionario del peronismo renunciaron ante las amenazas de la Triple A y otras organizaciones parapoliciales. La Universidad se volvió escenario de la misma violencia que atravesaba al país. La mayoría de los centros de estudiantes fueron clausurados y la participación política prohibida y perseguida. Durante 1975 se expulsaron estudiantes y continuaron los despedidos. Comenzaron los secuestros de delegados de los estudiantes y docentes que aparecerían muchos de ellos asesinados. Se había iniciado en la historia argentina un nuevo proceso de vaciamiento intelectual. Si antes, en 1966, había sido por el camino de la exclusión, ahora aparecía la muerte como recurso cada vez más presente.

El 24 de marzo de 1976, con una nueva interrupción al orden constitucional todo este proceso represivo se acentuó. Se dicta una nueva Ley universitaria donde las universidades quedan bajo el control del poder ejecutivo, se suprimen los órganos colegiados de gobierno, la actividad gremial y política queda prohibida. La universidad y la educación toda quedaron bajo sospecha. Allí se infiltraba el enemigo, ese que era necesario crear para poder justificar tanto horror y barbarie. La educación era el espacio donde la subversión podía desarrollar su tarea y por ello se debía estar atentos a todo aquello que pudiera dar lugar a su expresión. Se elaboraron documentos como “Subversión en el ámbito educativo” con el sugestivo subtítulo “Conozcamos a nuestro enemigo” en 1977. En líneas generales, era un instructivo para “detectar” el accionar de los “Bandas de Delincuentes Subversivos Marxistas” a distribuirse en todos los establecimientos educativos. El accionar de los subversivos se podía encontrar, según el documento, desde el preescolar, a partir de la difusión de cuentos infantiles donde se promueve la libertad y la autonomía, hasta la Universidad. En este último caso se identifica como foco del accionar marxista tanto la bibliografía impuesta por los docentes amparados por la “libertad académica” como el sistema de apuntes que “manejan” las organizaciones estudiantiles. Se considera que el accionar en el ámbito universitario comienza con los pedidos para que no se restrinja el ingreso, por comedor universitario o por el aumento del presupuesto educativo.

En distintas universidades nacionales se cerraron carreras que eran consideradas focos subversivos, especialmente en el área de las ciencias sociales y humanas, tales como Ciencias políticas, Ciencias de la Educación, Sociología etc. Y cuyos contenidos se consideraban propicios para el accionar de la subversión. Pero también se llegó al absurdo eliminando la matemática moderna, con la Teoría de Conjuntos, y otros tantos ejemplos en las ciencias exactas.

Por otra parte se consideró que el sistema universitario estaba sobredimensionado y se decidió atacar el problema por dos vías: por un lado, una política de admisión con exámenes de ingreso y cupos; por el otro, el establecimiento de aranceles. Se redujo deliberadamente la matrícula universitaria y en 1977 se redujo en un 45% el presupuesto universitario con respecto al año anterior. La contracción de matrícula en las universidades nacionales generó un aumento en la participación del sector privado donde se encontraba mayor tolerancia ideológica por estar menos sometidos al control estatal. La contracara de estas instituciones mostraba profesores menos formados, bibliotecas poco actualizadas y en la mayoría de ellas no se realizaba investigación científica.

Según el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) el 21% de los desaparecidos eran estudiantes.

El terror se apoderó de los claustros.

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