Breve historia de la democracia directa en México

Ernesto Núñez Albarrán

México es uno de los países que más mecanismos de democracia directa han introducido en su legislación en los últimos 20 años.

Producto de múltiples reformas a la Constitución y leyes secundarias, el sistema político mexicano logró transitar de un régimen semiautoritario de partido hegemónico a una democracia con alternancia en la que los episodios electorales transcurren con normalidad.

La transición mexicana se caracteriza por haber superado la etapa del partido único, los fraudes electorales y los conflictos sociales —con una buena dosis de violencia— derivados de la inconformidad con las trampas que, cada vez que se celebraban comicios, eran desplegadas por el partido oficial y su gobierno.

Las elecciones eran un problema y no una solución.

Gracias a reformas paulatinas, graduales y de amplio consenso entre las fuerzas políticas, que se enriquecieron con la aportación de la academia y la sociedad, México superó esa etapa y hoy cuenta con una democracia electoral funcional que poco a poco fue propiciando jornadas electorales sin conflictos mayores, litigios electorales que son resueltos en las instancias judiciales y un inédito grado de alternancia política.

Sin embargo, la democracia electoral no ha resuelto los viejos problemas que enfrenta el país que, en muchos casos, se han exacerbado a pesar de la legitimidad de gobiernos emanados de elecciones libres: inseguridad, violencia, pobreza y desigualdad, principalmente.

La insatisfacción con la democracia ha aumentado y, a la par, el reclamo de millones de ciudadanos que no se sienten representados por los partidos políticos, los legisladores y sus gobernantes, y que demandan nuevas formas de participación política.

En ese marco, han surgido en los últimos años múltiples expresiones y movimientos ciudadanos que demandan mecanismos de participación que no pasen por un sistema de partidos en el que desconfían.

En 2009, ocurrió quizá la expresión más trascendente de hartazgo, cuando un grupo de jóvenes convocó a anular el voto en las elecciones federales de medio sexenio, en las que se renovaría la Cámara de Diputados.

Producto de una campaña impulsada desde colectivos ciudadanos de todo el país, un millón 800 mil personas anularon su voto en los comicios del 5 de julio de 2009; es decir, el 5% de las personas que votaron ese día, lo que significaba un quiebre importante, pues el voto nulo se hallaba históricamente en un 2% de la votación nacional.

Del voto nulo, los promotores de esa iniciativa pasaron a la organización de la Asamblea Nacional Ciudadana (ANCA), colectivo que elaboró durante meses una propuesta de reforma política que envió al gobierno federal y que incluía varios mecanismos de democracia directa que, tras un largo proceso de negociación, se incorporaron en la Constitución mexicana en 2012, último año del sexenio del presidente Felipe Calderón: 1) las candidaturas independientes o sin partido, 2) la iniciativa ciudadana, 3) la consulta popular y 4) la reelección consecutiva de legisladores y alcaldes, como mecanismo del electorado para el control y la rendición de cuentas de los servidores públicos.

En 2014, tras una nueva reforma política, se perfeccionó el sistema electoral nacional, se transformó el Instituto Federal Electoral en el actual INE, se emitió una nueva Ley de Consulta Popular y se regularon las candidaturas independientes.

Candidaturas sin partido

En las elecciones de 2015, las candidaturas independientes vivieron un esplendoroso debut: el estado norteño de Nuevo León eligió a un gobernador sin partido, llamado Jaime Rodríguez Calderón, conocido como ‘el Bronco’. En Sinaloa, Manuel J. Clouthier ganó una diputación federal postulando y financiando su candidatura sin partido. En Jalisco, un joven llamado Pedro Kumamoto llegó por esa vía al Congreso estatal. Y tres municipios fueron ganados por independientes: Morelia, Michoacán; Comonfort, Guanajuato, y García, Nuevo León.

De todos los ganadores, Kumamoto era el único que nunca había militado en un partido. Todos los demás habían renunciado al PRI o al PAN, los partidos más longevos en el sistema político mexicano.

Año con año, las candidaturas independientes se han seguido promoviendo, tanto a nivel estatal como federal, con una dificultad que la ha vuelto inviable para ciudadanos de a pie: la necesidad de registrar la candidatura con un porcentaje mínimo de firmas de la lista nominal de electores. Este requisito obliga a los aspirantes sin partido a crear estructuras territoriales y aparatos de promoción muy costosos y muy parecidos a los que usan los partidos políticos.

Así, en las elecciones presidenciales de 2018, las únicas candidaturas independientes que prosperaron fueron las de dos personas ligadas a partidos políticos, con estructuras de apoyo y patrocinios importantes y con nexos con entes gubernamentales: la de la exprimera dama de México, Margarita Zavala, y la del gobernador “independiente” de Nuevo León, Jaime Rodríguez, ‘el Bronco’, quien utilizó los recursos de su gobierno para financiar la obtención de las firmas.

Sus candidaturas fueron un fracaso, a grado tal, que Zavala ni siquiera llegó al día de los comicios como contendiente, pues renunció un mes y medio antes de los comicios. ‘El Bronco’ quedó en un lejano cuarto lugar y con un proceso penal abierto por haber violado las reglas de financiamiento durante su campaña.

En esa ocasión, el Instituto Nacional Electoral detectó que casi todos los aspirantes a una candidatura presidencial por la vía independiente habían hecho trampa en la recolección de firmas de apoyo de ciudadanos; todos, salvo la candidata indígena María de Jesús Patricio, conocida como Marichuy, quien había sido avalada para registrarse como candidata independiente por el Consejo Nacional Indígena y la comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (grupo guerrillero que en 1994 se levantó en armas contra el gobierno en Chiapas).

La campaña de Marichuy fue respaldada por intelectuales y grupos civiles, pues lo único que pretendía era poner la agenda indígena en el debate público, y no llegar a la presidencia. Sin una sola trampa, Marichuy recabó 281 mil firmas, que representaban una tercera parte de las 866 mil firmas requeridas, por lo que fue imposible que el INE le otorgara el registro como candidata. No llegó a la boleta electoral, pero su testimonio puso en evidencia las trampas de Zavala y ‘el Bronco’, a quienes el INE les detectó miles de firmas apócrifas y, aun así, les terminó otorgando el registro.

Marichuy dejó clara la inoperancia de una figura de democracia directa que muy rápidamente perdió su encanto inicial.

Iniciativa ciudadana

La iniciativa ciudadana también se creó con el requisito de promoverla con el respaldo de un porcentaje de firmas de apoyo de ciudadanos inscritos en la lista nominal de electores.

En los últimos años, diversos grupos han intentado promover 11 iniciativas ciudadanas y solo una ha prosperado: la llamada #Ley3de3 en materia de combate a la corrupción, que obliga a los políticos a presentar su declaración patrimonial, su declaración de impuestos y su declaración de conflicto de interés para poderse postular a un cargo público. Esa ley, impulsada en 2016 con miles de firmas de ciudadanos, solo pudo prosperar porque, al final, un grupo plural de senadores decidió hacerla suya y presentarla como iniciativa, pues el tiempo para formalizar el trámite de iniciativa ciudadana se había agotado.

Después de esa experiencia, otros grupos han tratado de impulsar leyes ciudadanas en temas como suministro de agua potable, abasto de medicinas a niños con cáncer o legalización de la cannabis, sin éxito.

Consulta popular

Cuando Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones presidenciales, en 2018, convocó a una consulta pública sobre un polémico proyecto que había puesto en marcha el gobierno saliente: un nuevo aeropuerto internacional en la zona del Lago de Texcoco.

Bajo el argumento de que era una obra costosa y hecha para que unos cuantos hicieran grandes negocios, López Obrador llamó a la población a votar a favor o en contra del aeropuerto. Pero para ello no recurrió al complicado proceso de consulta popular establecido en la Constitución y regulado por el INE, sino que pidió a sus simpatizantes organizar su propio ejercicio que, sin metodología ni los controles previstos en las leyes, arrojó una abrumadora mayoría en contra del aeropuerto, cuya construcción fue cancelada a pesar de los altos costos que eso generaría.

Un mes antes de asumir la presidencia, convocó a otra consulta para que la ciudadanía se pronunciara sobre obras como el Tren Maya y la Refinería de Dos Bocas, con un resultado obvio: el apoyo de sus simpatizantes a proyectos que eran cuestionados por expertos y ambientalistas.

Desde ese momento, López Obrador prometió que promovería cambios constitucionales para instaurar una “auténtica democracia” en México.

En los primeros meses de 2019, la mayoría legislativa encabezada por su partido en el Congreso de la Unión reformó el artículo 35 de la Constitución, para facilitar el derecho ciudadano a promover consultas populares, y para introducir la figura de revocación de mandato.

En el tema de consulta popular, Morena y sus partidos aliados lograron que estas puedan promoverse cada año, y no cada tres como se establecía antes. Se consideró que las consultas puedan ser promovidas por una de las dos Cámaras del Congreso de la Unión, por el titular del Poder Ejecutivo y por la ciudadanía.

Sin embargo, se estableció el requisito de recabar las firmas de al menos el 2% de las personas inscritas en la lista nominal de electores para respaldar una solicitud ciudadana de consulta; esto es, más de 1.8 millones de firmas en un padrón de alrededor de 90 millones de personas.

Cumpliendo una promesa de campaña, López Obrador promovió que la primera consulta fuera sobre la posibilidad de entablar juicio a los expresidentes.

Esto provocó que los partidos de oposición (PRI y PAN) obligaran a imponer una medida que a la larga resultó absurda: se difirió la fecha de la consulta popular al primer domingo de agosto de cada año, en lugar de hacerla el primer domingo de junio, junto con las elecciones federales y locales.

Así, la primera consulta popular fue convocada para el 1 de agosto de 2021, dos meses después de las elecciones federales y locales del 6 de junio de ese mismo año, lo que generó una serie de complicaciones para la autoridad electoral, empezando por los altos costos que implicaba volver a instalar el número suficiente de casillas para convocar nuevamente a toda la ciudadanía a las urnas, dos meses después de las elecciones.

Paradójicamente, los diputados de Morena, promoventes del ejercicio, le negaron al INE los recursos solicitados para llevar a cabo la consulta popular que, por la insuficiencia presupuestal, solo contó con 57 mil mesas receptoras del voto, y no con las 160 mil necesarias para cubrir hasta el último rincón del territorio nacional.

Otro control previsto en la Constitución es que la Suprema Corte de Justicia de la Nación debe revisar la constitucionalidad de la pregunta en una consulta popular, considerando que no pueden consultarse temas como la vigencia de los derechos humanos, la materia electoral o el uso de las Fuerzas Armadas.

Así, la pregunta que originalmente querían tanto el presidente como la ciudadanía, que reunió 2.5 millones de firmas para respaldar la consulta de 2021, fue modificada por la Corte, lo que la hizo poco clara para la ciudadanía.

En lugar de preguntar si las personas estaban de acuerdo o no con enjuiciar a los expresidentes, de Carlos Salinas a Enrique Peña Nieto, la pregunta impresa en 90 millones de papeletas fue: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.

Finalmente, el 1 de agosto de 2021 acudieron a votar en la consulta 6.6 millones de personas, equivalentes al 7% del listado nominal de electores, lo que automáticamente invalidó el ejercicio, pues la Constitución señala que debe participar más del 40% para que sea vinculante.

Seis millones y medio de personas votaron por el sí, pensando quizás que con eso estaban avalando enjuiciar a los expresidentes, pero su voto no generó una sola consecuencia. Incluso, el presidente López Obrador dijo antes de la jornada de votación que él estaba en contra de someter a juicio a sus antecesores (porque lo suyo “no es la venganza”), pero justificó haber sido promovente de tal ejercicio (que tuvo un costo de 528 millones de pesos) porque quería que “el pueblo” se manifestara al respecto.

Revocación de mandato

Un mes después de la consulta popular, un grupo de ciudadanos comenzó la campaña de recolección de firmas para promover la revocación de mandato del presidente Andrés Manuel López Obrador.

Pero lo más interesante de eso era que los que juntaban las firmas no eran detractores del presidente, sino sus más fervientes seguidores.

Instruidos por el propio López Obrador desde sus conferencias de prensa que da todas las mañanas en Palacio Nacional, los militantes de su partido-movimiento comenzaron a promover, más que una revocación, una ratificación de mandato.

Entre noviembre y diciembre recabaron y entregaron a la autoridad electoral más de 3 millones de firmas para promover el ejercicio, para el cual era necesario entregar 2.8 millones de firmas válidas.

Apoyados por la estructura partidista, los simpatizantes del presidente superaron con creces esa cifra, mientras —paradójicamente— la oposición llamaba a no participar en el proceso de revocación.

Como ocurrió con la consulta popular, la mayoría legislativa le negó al INE el presupuesto solicitado para poder organizar la revocación de mandato. En lugar de aprobar la partida requerida, por más de 4 mil millones de pesos, la Cámara de Diputados aprobó poco más de mil 500 millones, por lo que nuevamente tuvieron que instalarse menos casillas de las que señala la ley.

Además, durante la campaña de la revocación, la verdadera polémica no fue entre simpatizantes y detractores del presidente, sino entre el presidente y la autoridad electoral, a la que se acusó de boicotear el ejercicio.

El presidente, gobernadores y legisladores de Morena emprendieron campañas de promoción del voto, a pesar de que la ley se los prohibía, lo que causó una permanente tensión entre funcionarios públicos del más alto nivel y los consejeros electorales, quienes aplicaron varias sanciones a dichos funcionarios.

La revocación de mandato terminó convirtiéndose en una trampa para el INE: si salía mal, toda la culpa sería del instituto, lo que encajaría con la narrativa presidencial en contra del aparato electoral.

El domingo 10 de abril, se instalaron 57 mil 448 mesas receptoras del voto, a las que acudieron 16 millones 502 mil 636 personas, lo que equivalía al 17.7% del listado nominal de electores; esto es, 23% menos de la participación requerida para volver vinculante el ejercicio.

La pregunta que encontraron en la papeleta de votación fue: “¿Estás de acuerdo en que a Andrés Manuel López Obrador, presidente de los Estados Unidos Mexicanos, se le revoque el mandato por pérdida de la confianza o siga en la Presidencia de la República hasta que termine su periodo?”.

Como era de esperarse, una abrumadora mayoría de quienes fueron a las urnas votaron en favor de que López Obrador siguiera en la presidencia: 15 millones 159 mil 323 (91.8%), mientras que 1 millón 063 mil votaron por la revocación del mandato y 280 mil anularon su papeleta.

Al día siguiente, López Obrador celebró el ejercicio, presumió sus más de 15 millones de votos de apoyo y, más aún, su 91.8% de aceptación en el ejercicio. Culpó al INE de los niveles de participación e insistió en que en México aún no había una democracia auténtica, básicamente por culpa de las autoridades electorales, tomadas —según dijo— por el mismo grupo político que quiere descarrilar su proyecto de transformación.

Exactamente 18 días después de la jornada de revocación de mandato del 10 de abril, López Obrador envió al Congreso una iniciativa de reforma constitucional que proponía un cambio radical en el funcionamiento del sistema electoral y de partidos.

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