La Kingpin Strategy: ¿qué es y cómo llegó a México?
Carlos A. Pérez Ricart
La literatura sobre crimen organizado en México está llena de referencias a la Kingpin Strategy, una estrategia a la que se le asocia con el descabezamiento de grupos criminales. Más notablemente durante el sexenio de Felipe Calderón, periodistas y académicos refirieron a esta estrategia como el corazón de la política de seguridad pública contra el crimen organizado de ese gobierno.
A pesar de su uso abundante, el concepto de Kingpin Strategy pocas veces se define y entiende. Menos todavía son las veces en que se debate su (in)efectividad y efectos sociales. Este artículo pretende ordenar el debate.
¿Qué es la Kingpin Strategy?
Grosso modo puede definirse como una estrategia que dedica recursos desproporcionados a la eliminación de supuestos jefes criminales. La estrategia se enfoca en los criminales, no en el crimen per se; la persecución del Kingpin es la meta, y no el medio. Bajo esa —amplísima— definición no es equivocado afirmar que la existencia de la Kingpin Strategy es tan amplia como larga es la historia del combate al siempre difuso concepto de crimen organizado.
Una definición más estrecha vincula a la Kingpin Strategy con un cambio organizacional ocurrido a principios de la década de los años noventa en la Drug Enforcement Administration (DEA), la agencia estadounidense que desde 1973 lidera la respuesta federal del gobierno de los Estados Unidos al narcotráfico.
Aunque el término Kingpin Strategy se había utilizado libérrimamente en la década de los años ochenta, fue a principios de 1992 cuando Robert Nieves —jefe sustituto de la sección contra la cocaína de la DEA— nutrió de contenido al concepto. Lo hizo en un contexto en el que la prioridad de la agencia estadounidense era el desarrollo de una estrategia para enfrentar a las organizaciones colombianas de Cali y Medellín, en ese momento principales exportadores de cocaína a los Estados Unidos.
El plan de Nieves partía de una serie de premisas interconectadas: primero, que las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas (OTD) están verticalmente integradas. Así, al eliminar a los jefes de éstas —normalmente más crueles y capaces que el resto de los miembros— las organizaciones se debilitan. Su fragmentación y debilidad les impediría participar activamente en el tráfico de drogas por lo cual la oferta de narcóticos tenderá a reducirse en los Estados Unidos. El objetivo se vuelve, entonces, la eliminación de los jefes, los Kingpin.
El razonamiento parecía lógico, pero su validación empírica era pobre. Ya desde los años ochenta los primeros estudios académicos sobre crimen organizado habían mostrado evidencia de tres asuntos relacionados. Por un lado, del mito de la organización vertical de las OTD. Por otro lado, del crecimiento —y no disminución— de la oferta de drogas una vez eliminado el Kingpin. Finalmente, del carácter normalmente menos violento y más racional de los líderes de las OTD en comparación con el de sus subordinados. Desde entonces, los estudios más informados han terminado por comprobar esas primeras observaciones. Más concretamente, se ha mostrado el error que supone presumir que la consolidación de organizaciones criminales está asociada a la emergencia del liderazgo de jefes puntuales y no al respaldo de grupos políticos que permiten la actividad criminal.
A pesar de ello, la propuesta de Nieves encontró eco en las altas esferas de la agencia estadounidense y pronto la Kingpin Strategy se convirtió en la bandera y carta de presentación de la DEA.5 Tenía dos ventajas. Por un lado, le permitió a la agencia explicar con claridad su estrategia. En palabras de Robert Booner —jefe de la DEA a principios de los años noventa— la Kingpin Strategy tenía cierto “sex appeal” que hizo posible solicitar recursos extraordinarios al Congreso de los Estados Unidos y subordinar al resto de la comunidad antinarcóticos bajo el liderazgo de la DEA. Por otro lado, lo pedagógico del concepto hizo de la Kingpin Strategy un producto fácilmente exportable a los pares de la DEA en el extranjero. En particular, permitió mostrar con claridad a las fiscalías y policías en Colombia y México los muchos beneficios burocráticos de abordar el programa de las drogas de esta manera. Esto, naturalmente, sin explicar sus posibles efectos negativos.
La difusión a México
Si bien el objetivo inicial era la caza de los líderes de las organizaciones de Cali y Medellín, muy rápidamente la DEA intentó aplicar la estrategia para atacar a las OTD mexicanas.
El mecanismo clave para la promoción y ejecución de la Kingpin Strategy en México fue el programa Unidades de Investigación Sensisibles (Sensitive Investigative Unit, SIU). Creado en 1996, el programa canaliza recursos especiales para la creación de fuerzas de seguridad aliadas a la DEA en corporaciones de otros países que, tras un intenso entrenamiento, deberían ser capaces de operar con las prácticas, técnicas y estrategias de la DEA. A los policías seleccionados se les paga un sobresueldo y se les asigna un agente de la DEA en función de advisor —palabra que se utilizan como subterfugio para no decir jefe.
La primera unidad SIU comenzó a funcionar en México a principios de 1997 en la PGR. Desde entonces, las SIU en México han promovido y ejecutado muchas de las acciones contra los principales líderes de las OTD que para la DEA resultan fundamentales. En particular durante el sexenio de Felipe Calderón, las SIU de la Policía Federal tuvieron un respaldo sin precedente desde el propio poder ejecutivo. También durante ese periodo se permitió la presencia extendida de agentes de la DEA en México, responsables de organizar muchas de las operaciones antinarcóticos relevantes de ese sexenio.
El funcionamiento de las SIU en México no ha estado exento de problemas internos. En el año 2000 fue asesinado Cuauhtémoc Herrera Suastegui, director operativo de la Unidad Especializada en Delincuencia Organizada (UEDO), centro de operaciones de unas de la primera SIU en la PGR. Pocas semanas antes la DEA lo había acusado públicamente de mantener una estrecha relación de colaboración con la organización del Golfo. Desde entonces, otros dos supervisores mexicanos de unidades SIU han sido asesinados tras ser filtradas sus identidades. Las carpetas de investigación sugieren que figuras al interior de la PGR conspiraron en su asesinato. Por su parte, Iván Reyes Arzate, uno de los principales contactos de la DEA en México desde 2008, fue acusado en 2018 por la fiscalía de Chicago por filtrar información confidencial a la organización de los Beltrán Leyva. Otros trabajos periodísticos han informado sobre la responsabilidad parcial de una SIU mexicana en filtraciones de inteligencia que llevaron a la masacre de Allende, Coahuila, en 2011 perpetrada por los Zetas, así como en la desaparición de cuatro personas de un hotel de Monterrey en 2010.
Las consecuencias
La Kingpin Strategy ha sido exitosa si se siguen las métricas de la DEA. Con pocas excepciones, la mayoría de los Kingpin identificados por la agencia estadounidense o han sido asesinados (muchos de ellos de forma extrajudicial) o están condenados en cárceles en México o Estados Unidos.
Sin embargo, las métricas de la DEA son las cuentas del fracaso de México. No solo ha continuado la sostenida reducción de los precios de cocaína y heroína en el mercado estadounidense; lo más preocupante son las severas consecuencias sociales que ha tenido la práctica de la Kingpin Strategy en México.
Si bien mostrar una relación causal entre la implementación de la Kingpin Strategy y la explosión de la violencia en México es tarea compleja, la bibliografía académica sí ha logrado mostrar cómo la fragmentación de los grupos criminales vuelve más violentas a sus partes. La lógica es más bien sencilla y ha sido repetida profusamente: la acción represiva contra los liderazgos consolidados provoca la lucha activa entre los mandos medios para garantizar el control de la organización. Asimismo, existe evidencia que apunta a que la fragmentación de grupos del tráfico de drogas da pie a la proliferación de otro tipo de delitos de alto impacto incluyendo el robo de automóviles, el secuestro, el robo de gasolina, la trata de blancas y el cobro de derecho de piso. Un artículo de reciente publicación mostró, por ejemplo, la estrecha relación entre el crecimiento de la tasa de secuestros en Tijuana y la fragmentación del grupo de los Arellano Félix.
La bibliografía también ha identificado los efectos contraproducentes que supone centrar los esfuerzos en las organizaciones que aparentemente más drogas exportan y no en las organizaciones más violentas. Como han demostrado los estudios empíricos más avanzados, no son las organizaciones violentas las que más drogas hacen circular, del mismo modo que tampoco son las organizaciones preponderantes en el mercado las más violentas.
Asimismo, se ha enfatizado cómo las técnicas bajo las que funciona la Kingpin Strategy llevan a lesionar garantías individuales. El principio de presunción de inocencia es sustituido por un régimen especial en materia penal que permite allanamientos, detenciones arbitrarias, el uso de técnicas de incitación al delito, la publicación de anuncios de recompensa sin juicios previos, la intercepción de comunicaciones privadas y, sobre todo, el otorgamiento de poderes discrecionales a las autoridades para la persecución del —siempre nebuloso concepto— de crimen organizado. En contextos de corrupción institucionalizada y debilitamiento del Estado de derecho, el peligro es especialmente alto. El caso mexicano es paradigmático.
De todo lo anterior no se hace difícil concluir y sentenciar por enésima vez el fracaso de la guerra contra las drogas. Sin embargo, más que insistir en la obvia conclusión, este artículo es una invitación al entendimiento de las raíces históricas de los mecanismos concretos que hacen posible el circulo vicioso en el que nos encontramos. Es momento de salir.
Carlos A. Pérez Ricart
Doctor en Ciencias Políticas. Investigador en la Universidad de Oxford, Reino Unido y Profesor Afiliado al Departamento de Estudios Internacionales del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).