México-EU, la delgada línea entre cooperación y soberanía

José Luis Castillejos Ambrocio

En la relación entre México Estados Unidos hay una tensión que se renueva con cada gobierno. Se disfraza de cooperación, pero en el fondo persiste una desconfianza antigua. 

Cada vez que Washington ofrece ayuda en materia de seguridad, México sospecha de su intención; cada vez que México pide respeto a su soberaníaEstados Unidos duda de su eficacia.

El nuevo grupo de alto nivel anunciado para enfrentar al crimen organizado pretende borrar esa línea. Busca coordinar esfuerzos contra el tráfico de fentanilo, armas y personas. En el papel suena correcto; en la práctica, la historia advierte otra cosa. Las iniciativas bilaterales en materia de seguridad han tenido nombres distintos —Plan Mérida, Entendimiento Bicentenario—, pero casi siempre han naufragado entre la burocracia y la falta de resultados medibles.

La violencia en México no ha cedido. Las cifras de homicidios, aunque muestran leves descensos, siguen siendo alarmantes. Los grupos criminales se adaptan más rápido que las instituciones y el Estado continúa siendo débil en muchas regiones. La fragmentación del poder, la cooptación de autoridades locales y la impunidad siguen marcando el pulso de una violencia que se volvió estructural.

Para Washington, el problema tiene rostro químico y se llama fentanilo. Para México, el drama es social pues se ancla en la pobreza, desempleo, corrupción y abandono institucional. Son dos diagnósticos que no siempre convergen. Estados Unidos exige resultados inmediatos; México reclama respeto y tiempo para transformar las causas profundas. Pero el reloj diplomático corre distinto en ambos lados del río Bravo.

El riesgo es que esta nueva alianza se quede en retórica. Si el grupo binacional se reduce a conferencias y comunicados, será un capítulo más en la larga lista de intentos fallidos. La seguridad no se decreta desde un escritorio, ni se impone con discursos. Requiere reconstruir la confianza en las policías, dignificar la justicia local y blindar a los municipios de la captura criminal.

La cooperación puede ser útil si se entiende como un intercambio entre iguales y no como un tutelaje. Ningún país que se considere soberano puede aceptar la presencia encubierta de fuerzas extranjeras en su territorio. Pero tampoco puede seguir mirando hacia otro lado mientras el crimen controla rutas, territorios y economías enteras.

El gobierno mexicano insiste en una estrategia de prevención y desarrollo social. Tiene razón al decir que la violencia no se combate solo con balas. Pero los programas sociales no pueden ser una coartada para evitar decisiones duras: limpiar las instituciones, castigar la corrupción y hacer que la ley se cumpla.

En la frontera sur, el tráfico de personas y el negocio migratorio son otra cara del mismo problema. El crimen encontró en la movilidad humana un mercado tan rentable como el de la droga. Y cada migrante extorsionado, cada mujer violada, cada niño desaparecido es una herida en el rostro de ambos países.

México no necesita más acuerdos; necesita resultados. Estados Unidos no requiere más informes; necesita entender que su consumo alimenta la violencia al sur. La cooperación solo será real cuando ambas naciones se vean no como socios desconfiados, sino como vecinos condenados a resolver juntos un problema que les pertenece por igual.

Porque la seguridad, como la dignidad, no se negocia sino que más bien se construye. Y esa construcción no empieza en los despachos diplomáticos, sino en las calles donde la gente ha aprendido a vivir entre el miedo y la esperanza.

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