Erradicar el problema arrancando la raíz

Joaquín Narro Lobo
Los meses recientes han estado repletos de información que parecen confirmar lo que calladamente han reconocido, desde hace muchos años, la gran mayoría de políticos y servidores públicos de alto nivel relacionados con las tareas de seguridad, procuración e impartición de justicia: en México el narcotráfico como especie y la delincuencia organizada como género han convivido con el poder político. Como digo, no se trata de algo que nadie con mediano conocimiento sobre cómo funciona el poder en nuestro país pudiera negar. Más aún, los aumentos de inseguridad en grandes regiones del territorio nacional y la tipología de las conductas delictivas como extorsiones, ejecuciones, secuestros o desapariciones no requieren de la confirmación de nadie, pues las cifras y datos duros dan cuenta de ello.
Lo relevante de este tema radica, particularmente, en las confesiones que apenas hace un par de días vertía Ismael Zambada, “El Mayo”, al respecto. Además de confesar su posición como líder de uno de los cárteles más importantes de México y con mayor influencia en el mundo, así como de reconocer el hecho de haber traficado una cantidad inmensa de droga a Estados Unidos, Zambada afirmó que, como parte de su estrategia, parte importante de los recursos del cártel se utilizaron para sobornar a políticos, policías militares y, en general, servidores públicos que de alguna manera toleraron e incentivaron el tráfico de drogas y otros delitos relacionados con ello. Si a lo obvio y lógico le faltaba lo evidente, ello ha quedado confirmado con la confesión del líder histórico del Cártel de Sinaloa. Insisto, no es que esto fuera necesario para saber del contubernio entre delincuencia organizada y poder político, pero como dicta una máxima jurídica “a confesión de parte, relevo de pruebas”.
A partir de la llegada de Claudia Sheinbaum a la Presidencia de la República, así como de Omar García Harfuch a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, es indudable que la lucha contra la delincuencia organizada ha avanzado a pasos agigantados respecto de lo que se realizó a lo largo del sexenio anterior. Con independencias de preferencias ideológicas o simpatías políticas, es innegable que la estrategia de “abrazos, no balazos” terminó con el último minuto del pasado 30 de septiembre y la seguridad volvió a ser una cuestión asumida con seriedad y responsabilidad desde el gobierno. Para que esta lucha comience a dar verdaderos frutos, es necesario, además, que a lo que ya ha comenzado a hacerse se sumen de manera igualmente decidida las áreas de procuración e impartición de justicia.
A todo lo que estratégica, táctica y operativamente tendrá que realizarse de forma coordinada, es indispensable sumar, quizá con igual o incluso mayor peso, el problema de fondo: en México está muy enraizada la creencia de asumir que el matrimonio entre política y delincuencia no solo es normal, sino que forma parte de la maquinaria que permite funcionar al sistema. Esta afirmación que parece más un conveniente mito que una razón lógica, tiene dos implicaciones: por un lado, hace suponer que la estructura con la que nuestro sistema político está construido genera que su funcionamiento solo sea posible si el contubernio de marras está presente y, por el otro, que nuestra sociedad asume que a vinculación de servidores públicos con quienes realizan actividades ilícitas resulta éticamente aceptable.
En el primer caso, y dado que en nuestro país la reforma a la Constitución parece deporte legislativo, habría que considerar, desde esta norma suprema, la viabilidad de privilegiar una revisión a la estructura del sistema político mexicano para realizar los ajustes correspondientes para posteriormente armonizar toda la legislación secundaria. Por lo que hace al factor ético, el tema se vuelve más complejo, pues ello no se resuelve con una decisión política, sino con un compromiso decidido y de largo aliento de todos los sectores y no solo del gobierno que replantee lo que como sociedad queremos para nosotros mismos.
La actual administración ha comenzado a eliminar una plaga que afecta a todas y todos en el país, pero ha dejado de lado, cuando menor por ahora, tanto erradicar aquellos factores que la generan, como el conformismo de que es normal convivir con ella. Esperemos que los acontecimientos recientes permitan hacer un planteamiento de fondo para, desde la raíz, desterrar este grave problema.
Profesor y titular de la DGACO, UNAM