La guerra de los fetiches

Rafael Cardona

Debajo de las motivaciones políticas o simbólicas, la actual disputa por los méritos del bronce en estatuas de próceres, personajes de la historia, en su relativa utilidad de inmóviles recordatorios de reales o imaginarias grandezas, es una primitiva muestra de fetichismo.

Cada capilla política tiene su galería idolátrica y en la pugna contemporánea los quietos bronces son una forma de repudiar o exaltar su dogma, a veces ridículo, como —por ejemplo— el derribo de una de las dos estatuas de Cristóbal Colón en la CDMX, para sustituirla con una feminoide silueta morada con la calidad artística de una galleta de animalito.

Hoy la alcaldesa de Cuauhtémoc, Alessandra Rojo de la Vega, quien tras el triunfo electoral enfrentó pleitos sin fin contra Morena, descubre la caprichosa instalación de un conjunto escultórico a espaldas del Museo de San Carlos, en el cual Fidel Castro y el Che, traban muda conversación. Tanto odio final entre ambos, convertido en amigable plática.

Como era previsible (y seguramente intención de la provocadora alcaldesa de atrevida ocurrencia) los adoradores del único guerrillero convertido en T-Shirt (la 4T Shirt)  pusieron el grito en el cielo, o mejor dicho, en el aire y previa rasgadura de ayates y huipiles, condenaron la blasfemia.

Los hijos del 68, quienes olvidan cómo el Che —expulsado de Cuba por Fidel— fue muerto en Bolivia por un piquete de soldados con carabinas oxidadas en 1967, vieron en esto un agravio al culto fetichista revolucionario.

Hasta la presidenta (con A) de la República, CSP, se metió en el lavadero de los símbolos, y dijo con indignado acento:

“… Primero está mal (haber retirado el mazacote).  Pero si su intención es que ya no esté ahí, pues hablamos…  con la jefa de Gobierno; porque es un momento histórico, más allá de estar de acuerdo o no con uno u otro personaje, que tiene que ver con México, ¿no?”

Obviamente, la señora CSP —al hablar de un momento histórico— se refería a cuando Castro y Guevara se conocieron en la casa de María Antonia González (Emparán 49), donde se reunían a conspirar.  

Pero si alguna vez la ya caduca Revolución Cubana fue algo importante, hoy nada significa, excepto la ruina de la esperanza y la pudrición del socialismo en América Latina. Puro cascajo.

Pero si la presidenta insiste en colocar esas esculturas en alguna otra parte, ¿por qué no hacerlo en Los Pinos, a la sombra de José López Portillo quien tanto ayudó a Fidel (“…lo que se le haga a Cuba se le hace a México…”), cuando la necesidad lo acuciaba y México le regalaba dinero y petróleo?

Como ahora seguimos haciendo… sin estatuas.

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