El viraje pragmático de Morena

Los conflictos en el partido Movimiento Regeneración Nacional (Morena) no comenzaron hace unos meses, se vienen gestando principalmente desde 2018, pues, paradójicamente su llegada al gobierno le vinculó a las necesidades y demandas de la institucionalidad y las redes de poder, al transitar de un partido de oposición a un partido en el gobierno. Desde entonces, Morena ha dado un giro pragmático que procura sintonizar con los nuevos requerimientos de la gobernabilidad, especialmente lo referente a las alianzas con otros actores provenientes del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del Partido Acción Nacional (PAN).
Además, en su nuevo papel, Morena vivió un vaciamiento de cuadros que pasaron a ocupar cargos relevantes en el gobierno, entre los cuales destacó el principal liderazgo ausente: el presidente Andrés Manuel López Obrador. Aunque en el fondo aquella ausencia hubiera sido una oportunidad para formar nuevos cuadros y liderazgos, lo que se propició realmente fue una nueva situación caótica. Quienes se quedaron dirigiendo no supieron qué hacer, qué decisiones tomar y optaron por la imposición, lo que claramente complicó más el panorama. En 2019, la sucesora de AMLO, Yeidckol Polevnsky, intentó dirigir Morena como había dirigido la Cámara Nacional de la Industria (Canacintra) y, como no logró la obediencia que esperaba ni la subordinación ante su intento de reelección, prefirió reventar el partido. Ello, al judicializar el proceso de renovación de la dirigencia. Ante el conflicto, los grupos de Morena destituyeron a Polevnsky y colocaron a Alfonso Ramírez Cuéllar en la presidencia interina en 2020.
Como las principales corrientes de Morena (las corrientes, aunque estatutariamente están prohibidas, existen en la realidad fáctica) no llegaron a un acuerdo sobre el método de elección de la nueva dirigencia; AMLO retornó, dio un golpe de timón y dirimió el conflicto, al orillar a que la presidencia y la secretaría general se definieran por medio de una encuesta abierta a la población en general, a pesar de que eso pudiera incluir a militantes de otros partidos.
La encuesta finalmente llevó a Mario Delgado a la presidencia, quien de inmediato comenzó a operar bajo la mesa la distribución de candidaturas a personajes provenientes del PRIAN, en función de sus cálculos numéricos, pues, supuestamente las estructuras electorales de esos oscuros personajes garantizarían triunfos. En el fondo, eso es difícil de medir, pues, aunque a ese pragmatismo se le atribuye gran parte de las victorias, lo cierto es que el peso de un gobierno con alta popularidad y aprobación como el de AMLO podría ser considerado un factor aún más importante para los triunfos que las estructuras electorales de aquellos personajes del PRIAN.
El chapulineo –que es el nombre que se le asignó a la acción de saltar de un partido a otro– causó desde el principio un gran descontento no tanto por la defensa de la “pureza” –como han querido sostener los defensores del pragmatismo (en una clara caricaturización de la nueva situación)–, sino porque Morena dijo que regeneraría la vida pública del país y promovería un cambio verdadero y la incorporación de chapulines básicamente iba completamente a contracorriente de ese objetivo.
La idea de pactar con personajes del PRIAN y llevarlos a Morena fue tolerada antes de 2018 con tal de evitar un fraude y ganar la Presidencia; sin embargo, posteriormente dejó de ser sostenible, porque la fuerza que Morena acumuló a partir de la irrupción popular le dotó de una legitimidad que no tenían ya los partidos de derecha. La idea de que se debía incorporar a chapulines para construir una mayor hegemonía entró en contradicción, porque en el fondo lo que realmente ha sucedido es que esos personajes fueron exculpados de sus antecedentes corruptos sin un dejo de arrepentimiento o cambio. Sus supuestas nuevas convicciones no se pusieron a prueba, ni tampoco se despojaron de sus prácticas políticas ni de su cultura ni de su ideología, sólo saltaron para conseguir puestos y seguir viviendo del erario de la nación.
Es verdad que las personas podemos cambiar y hay que dar oportunidades; pero, en ese sentido, si alguien que tuvo un pasado corrupto quiere apostar por el cambio, entonces, tendría que someterse a un periodo de prueba, de trabajo de base y de sencillez en la política de calle; y, después de varios años de ver que realmente tuvo una conversión, entonces, ahora sí se le podría otorgar una oportunidad en alguna candidatura. Pero no fue así, más bien, simplemente se les disculpó, se les dotó de una nueva máscara y se les regalaron las candidaturas a manos llenas. No es que los chapulines se formaran en la fila de espera, sino que se les puso en primer lugar y se desplazó por completo no sólo a las bases militantes, sino al conjunto de las clases populares que se la habían jugado por Morena y la 4T.
En el fondo, aunque no se ha querido admitir, se dejó de confiar en la alianza con las clases populares y se apostó por pactar con las fuerzas del régimen neoliberal, arguyendo que sólo ellas tenían el poder suficiente para ganar los cargos y que había que aliarse con ellas para garantizar gobernabilidad. En pocas palabras, en esa percepción, las clases populares no tienen el poder y, por lo tanto, es necesario pactar con quienes sí lo tienen. Básicamente esa argumentación es asumir una renuncia a la perspectiva transformadora, se diluye el proyecto porque se incorpora gente con prácticas corruptas, pero también porque se pierde la capacidad de despliegue de esperanza: ¿qué tipo de cambio puede haber cuando se gobierna de la mano con los responsables de la debacle?
La idea del pragmatismo para ganar y continuar con el programa transformador es básicamente ingenua (y a veces malintencionada) porque según ese argumento, no importaría cuánta basura se meta a la casa mientras que la cocina siga siendo limpia. No es así, pues la basura tarde que temprano ensucia, contamina y atrae más suciedad, expandiéndose por todo el piso de todos los cuartos. Introducir a corruptos, agresores, demagogos y conservadores en masa, más que proporcionarles una oportunidad de cambiar, les garantiza impunidad y legitimidad para continuar con lo que ya saben hacer; pues, de hecho, si eso les ha funcionado y hasta les trae réditos y exculpaciones, entonces, lejos de apostar por el cambio, les enseña que hay que continuar por el mismo camino, pues tarde o temprano, la institucionalidad del Estado les otorgará impunidad. Se normalizan esas prácticas y se lanza el mensaje a las clases populares y a las bases militantes, de que entonces, hay que jugar con esas reglas, pues son permitidas, lo importante es ganar, no transformar.
En 2024, Mario Delgado dejó la presidencia de Morena muy contento (premiado con la Secretaría de Educación Pública) y llegó la nueva dirigencia de Morena de la mano de Luisa María Alcalde y Andrés Manuel López Beltrán, en un contexto nuevamente difuso: ni uno ni otro fueron elegidos por las bases, sino por un acuerdo de unanimidad entre los integrantes del Consejo Nacional con fuerte influencia de los poderes ejecutivos locales y federal.
Aunque esa nueva dirigencia se quiso hacer ver como el “relevo generacional” por su juventud biológica, lo cierto es que llegó desde arriba, tanto por el acuerdo entre gobernadores, tanto porque las trayectorias de los nuevos dirigentes estuvieron ancladas al elefante en la habitación que nadie quiere nombrar: sus nexos familiares. Los lineamientos contra el nepotismo que aprobaron el 4 de mayo de 2025 parten de una contradicción central: los relevos generacionales se constituyeron a partir de acuerdos elitistas entre las fuerzas que componen las dirigencias gubernamentales, institucionales y familiares.
Se dice con justa razón que la nueva dirigencia no está leyendo adecuadamente el nuevo escenario político del país, y es verdad, porque en el fondo carecen de autonomía política, solo saben seguir órdenes. La carta que la presidenta Claudia Sheinbaum hizo llegar a Morena aterrizó en un terreno gelatinoso porque nuevamente es la presidencia la que tuvo que dar las directrices a un partido desorientado y dominado por las fuerzas elitistas, lo cual nos regresa al problema de la relación entre partido y gobierno, pues, aunque se hable de que debe haber autonomía entre uno y otro, eso es operativamente muy difícil, pues si no hay democracia interna, las dirigencias elitistas carecerán de una lectura propia capaz de conducir con legitimidad.
Aunque hay quienes piensan que la solución es que la presidenta se haga cargo, dando un manotazo en la mesa y poniendo orden (un poco lo que ya ha sucedido), me parece que debe ser al revés: la única mano que debe meter el gobierno en el partido es para que nadie del mismo gobierno pueda seguir interviniendo en la organización interna, la única solución es que se garanticen y defiendan procesos democráticos efectivos. No es un gran avance que haya caras jóvenes si estas se encuentran sujetas a las fuerzas elitistas que les colocaron en sus cargos. Lo importante es garantizar que haya verdaderos procesos democráticos para que las dirigencias emerjan desde las bases y tengan la suficiente legitimidad para tomar decisiones por cuenta propia sin subordinación a los poderes fácticos. Ser hijos o hijas de personajes reconocidos, aunque tengan antecedentes de honestidad, tarde o temprano les resta independencia y fuerza política. Si hubiera democracia efectiva se garantizaría que, acto seguido, los procesos de definición de candidaturas también tuvieran legitimidad, y con ello, pudiera haber una sana rotación en el ejercicio del poder.
Si lo que se busca es ampliar la representación de los sectores populares en el gobierno, entonces hay que colocar verdaderos representantes populares, ya que incluir chapulines del PRIAN de ninguna manera permitirá que las clases más desfavorecidas se sientan representadas. La solución no es más élites y fuerzas fácticas, sino más democracia en el partido, para que a su vez haya más democracia en el gobierno, asegurando con ello que Morena se convierta en un nexo firme de mediación entre sociedad y Estado. Hay que pasar de la representación popular concentrada en una persona a una representación popular concentrada en un órgano colectivo, tal y como nos lo advirtió Antonio Gramsci un siglo atrás.
Pablo Rojas*
* Doctor en Ciencias Políticas y Estudios Latinoamericanos. Investigador del Programa Universitario de Estudios sobre Democracia, Justicia y Sociedad (PUEDJS-UNAM).