Paz en México: medir para comprender

Carlos Juárez Cruz
En el Instituto para la Economía y la Paz llevamos casi dos décadas midiendo la paz en el mundo, y 12 años haciéndolo en México. Lo hemos hecho con el firme convencimiento de que no se puede mejorar lo que no se comprende, y no se puede comprender del todo aquello que no se observa, analiza y evalúa. Medir la paz no sólo es una labor técnica; sino también un ejercicio ético y político. Es ponerle nombre y estructura a aquello que suele parecer invisible o inabarcable.
Durante estos años, el Índice de Paz México se ha consolidado como una herramienta clave para observar el comportamiento de las violencias en el país, identificar tendencias, comparar territorios y reflexionar sobre los factores que contribuyen o deterioran la paz. Pero también ha sido un espejo incómodo, que nos confronta cada año con la profundidad de nuestras crisis, con los límites de las respuestas institucionales y con la urgencia de nuevas formas de actuar.
El verdadero valor de medir está en la posibilidad de una comprensión más profunda, que permita hacernos mejores preguntas. ¿Por qué desaparecen las personas? ¿Por qué son más los hombres desaparecidos, pero más jóvenes las mujeres que desaparecen? ¿Qué nos dice eso sobre las violencias diferenciadas por género, edad y territorio? ¿Por qué el 90% de los delitos y actos de violencia los cometen hombres? ¿Por qué los gobiernos locales, justo donde la violencia es más cercana a la vida cotidiana, son también los más débiles institucionalmente?
Incluso preguntas más agobiantes, como ¿qué efectos tendrá esta violencia sostenida sobre nuestra cultura, identidad colectiva y relaciones sociales?

El Índice de Paz México 2025 nos retrata atrapados en múltiples formas de violencia, algunas visibles y atroces, otras silenciosas y estructurales. Más de 30 mil homicidios en un año. Miles de personas desaparecidas que no vuelven. Violencia política, violencia sexual, violencia familiar. El miedo instalado en la vida diaria.
A pesar de algunas mejoras recientes en ciertos indicadores, las violencias no han cesado, han mutado, desplazándose y adoptando nuevas formas y dinámicas.
Mientras los homicidios se estabilizan en algunos estados, aumentan las desapariciones, la violencia digital, el acoso y las agresiones por motivos de identidad de género u orientación sexual. La violencia sexual, aunque registró una leve disminución en 2024, ha crecido 137% desde 2015, y la violencia familiar acumula un aumento del 102% en ese mismo periodo. Son violencias persistentes que afectan sobre todo a mujeres, niñas, niños y personas LGBTQ+, y que con frecuencia permanecen impunes o invisibilizadas.
Estas nuevas formas de violencia suelen ser menos espectaculares, pero no menos devastadoras. Ocurren en el espacio digital, en el hogar, en los entornos laborales o escolares, y muchas veces están normalizadas por patrones culturales profundamente arraigados. En lugar de retroceder, las violencias se transforman, adaptándose a los vacíos institucionales, a la impunidad y a las resistencias sociales. Por eso, cualquier estrategia que busque reducirlas debe ir más allá de lo reactivo y asumir la complejidad del fenómeno: reconociendo su carácter multidimensional, su impacto diferenciado y su vínculo con desigualdades estructurales y culturales.
Pero esta crisis no se resolverá con medidas ordinarias. Se necesita algo más que operativos, patrullajes o reformas legales. Se requiere una transformación estructural que devuelva legitimidad y eficacia al Estado, y que nos permita volver a confiar en nuestras instituciones, actualmente incapaces de responder a la complejidad de la violencia contemporánea.
La evidencia de dos décadas confirma que los países más pacíficos no son necesariamente los que tienen más policías o cárceles, sino los que han construido instituciones justas, eficaces y legítimas, que resuelven conflictos de forma no violenta y generan confianza social.
La reciente reforma judicial, que establece la elección por voto popular de jueces en México, genera serias dudas sobre la independencia del Poder Judicial y su capacidad para impartir justicia de manera imparcial.
En un país en donde la impunidad, mayor al 90%, alimenta muchas de las violencias que vivimos, debilitar la autonomía judicial podría ser un retroceso grave. La construcción de paz requiere precisamente lo contrario, instituciones fuertes, confiables y profesionales, capaces de resolver conflictos sin recurrir a la violencia. Reducir la impunidad no es sólo un objetivo jurídico, sino una condición indispensable para restaurar la legitimidad del Estado y reconstruir la confianza social.
La paz no llegará sólo por decreto. Hace falta un nuevo pacto entre sectores, entre generaciones, entre quienes históricamente han tenido poder y quienes han sido ignorados o violentados. Un pacto que no sea sólo político o jurídico, sino ético. Acuerdos que pongan al centro el interés colectivo, la solidaridad, el cuidado de los más vulnerables, y la renuncia a privilegios inmorales como forma de vida.
No hay paz sin justicia, y no puede haber justicia si dejamos fuera o atrás a quienes más sufren o carecen. Las violencias que vivimos no sólo matan y desaparecen; también empobrecen, aíslan, fracturan vínculos y oscurecen futuros. Reivindicar el derecho a vivir sin miedo debe ser un objetivo compartido, que nos implique a todas y todos.
México tiene una sociedad viva, con gran capacidad de resiliencia y cientos de experiencias locales que demuestran que es posible tejer la paz desde abajo.
Lo que está en juego es el país que dejaremos a nuestras hijas, hijos y nietos. Tenemos hoy la posibilidad —y la responsabilidad histórica— de ser la generación que decidió ponerse de acuerdo para construir la paz que tanto se ha postergado.