La Corte, Supremo Poder Conservador y principio de infalibilidad como el Papa
Carlos Ramírez
La revisión del Plan B en la Suprema Corte de Justicia ilustra el agotamiento de las viejas relaciones de poder entre poderes. La mayoría de los ministros podría dictaminar hoy, como ya lo hizo hace unos días en la primera parte, la invalidez de las reformas electorales, pero a partir de la percepción o criterio de que no se cumplieron con los tiempos de revisión de la iniciativa en los procedimientos legislativos internos.
Pero lo que está sancionando la Corte es la suposición jurídica de que debiera existir una línea del tiempo muy precisa en los trabajos legislativos, como si los diputados y senadores comenzaran su función en el momento mismo que cualquier iniciativa entra al sistema de registro parlamentario, cuando en realidad el trabajo legislativo comienza desde mucho antes y el conocimiento de las iniciativas ocurre con anterioridad a la entrega de la iniciativa por la oficialía de partes.
Este mecanismo de la Corte pudiera trasladarse al poder legislativo para iniciar juicio político contra los ministros del Poder Judicial por incumplir con los tiempos de muchas iniciativas, pues sus señorías llegan a tomar decisiones meses después de que fueron presentadas algunas impugnaciones. En este contexto, queda la suposición de que los ministros de la Corte carecían de argumentos antilopezobradoristas para invalidar el Plan B por sus contenidos y por eso se fueron por el camino fácil de sancionar el tiempo de conocimiento de una ley en las cámaras.
Lo malo de este mecanismo radica en la confirmación de que la Suprema Corte es un poder absolutista y dictatorial, porque sus decisiones finales son inatacables y no hay con quien quejarse, aun cuando existan elementos para demostrar irregularidades procedimentales y decisiones políticas detrás de sus resultados.
El presidente López Obrador abrió un tema de debate que no ha sido bien entendido. Ha acusado a la Corte de ser el Supremo Poder Conservador, pero utilizando el calificativo como de máximo tribunal que representaría intereses ideológicos conservadores. Pero en la historia de México del siglo XIX la república centralista en su segunda ley creó el Supremo Poder Conservador como un poder por encima de los tres poderes en modo de Montesquieu y este Cuarto Poder supervisaba los abusos y excesos de los tres poderes, quitándole a la Corte la facultad de poder absoluto último.
La confrontación actual entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial puede llevar a la reflexión de que se necesita un cuarto poder por encima de los tres poderes y con ello poner orden en las irregularidades del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. En la actualidad, la Suprema Corte no es un poder autónomo porque no fue electo por voto universal, libre y secreto, sino que todos los ministros han sido producto de las negociaciones entre el Poder Ejecutivo y la mayoría del poder legislativo en el Senado, dando pie a lo que ya se está comprobando en la realidad: el tráfico de intereses para votos judiciales en uno u otro sentido.
Si no se quiere llegar al voto popular en la elección de ministros de la Corte, entonces la salida sería un Supremo Poder Conservador por encima de los tres poderes, para evitar abusos y abriendo mecanismos democráticos que acoten el absolutismo en rango de prácticas monárquicas de los ministros de la Corte.
La decisión de la Suprema Corte de invalidar una ley invadiendo y calificando los mecanismos de funcionamiento interno de las dos cámaras podría ser considerado un abuso de poder, pero sin que exista ninguna instancia superior para revisar las decisiones de la Corte. En la actualidad, las sanciones de la Corte son similares a las del poder religioso omnímodo, absolutista y en acto de fe, partiendo del dogma de la infalibilidad del Papa en tanto representante en la tierra del poder supremo de Dios.
La corte que podrá demostrar hoy que se mueve más como el Vaticano que como un poder democrático en equilibrio de poderes.
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