La marcha: ¿Espontaneidad o inducción interesada?

Ernesto Villanueva

La marcha del sábado pasado mostró algo más profundo que un descontento momentáneo. Lo relevante no fue solo quién asistió o qué consignas se escucharon, sino quién logró fijar el significado de lo ocurrido. En un contexto marcado por la polarización social, la protesta funcionó como catalizador de interpretaciones en disputa, más que como un factor de inflexión real en el panorama político. Ese es el punto de partida para entender su alcance: un evento visible, cargado de emoción, que abre preguntas más grandes sobre cómo se construye hoy la legitimidad, la representatividad y la eficacia de las expresiones colectivas en México.  

Primero. La marcha mostró que la pelea central ya no ocurre solo en las calles, sino también en la narrativa que se enciende justo después. Cada político intentó captar el sentido del evento. Algunos vieron el evento como una expresión clara del cansancio de la gente. Otros vieron el evento como una operación provocada, amplificada y usada por los opositores. Los medios nacionales cubrieron el evento desde varios puntos de vista.  

Los medios internacionales miraron el evento desde lejos y señalaron la complejidad y las tensiones internas. Lo relevante no fue el número de asistentes; lo relevante fue la lucha para definir qué representaba. Las imágenes del Zócalo circularon muy rápido. Las reacciones oficiales y las reacciones opositoras se superpusieron. Las plataformas digitales se convirtieron en medios del relato. En ese entorno, la protesta no tuvo un significado único; la protesta tuvo varias versiones que compitieron por imponerse. La batalla se centró menos en los hechos y más en la interpretación. El choque narrativo reflejó el país donde la percepción funciona como un campo de poder autónomo.  

Segundo. La protesta del sábado mostró cómo se ensamblan hoy las movilizaciones en México: ciudadanía movilizada y actores digitales trabajando en paralelo. La indignación fue real, pero su circulación respondió a lógicas propias de un ecosistema hiperconectado. Videos de alta calidad, mensajes coordinados, narrativas que se replicaron con precisión y la presencia activa de influencers configuraron un espacio donde lo espontáneo se entrelaza con lo producido. La autenticidad ya no se determina por la pureza del origen, sino por la manera en que se difunde.  

Lo que antes era un acto presencial ahora se multiplica mediante capas digitales que moldean, intensifican y, en ocasiones, fragmentan el mensaje. La protesta dejó de ser un evento del día para convertirse en una serie de contenidos que compiten por atención. Esa coexistencia entre participación orgánica y amplificación estratégica genera movilizaciones difíciles de clasificar. No son ni completamente espontáneas ni completamente inducidas. Son mixtas, móviles y adaptables. Y esa mezcla altera la percepción pública: transforma la protesta en un fenómeno híbrido que combina emoción genuina, intereses múltiples y un uso inteligente del ecosistema digital. El resultado es una dinámica donde la expresión social no desaparece, pero sí se reconfigura por fuerzas que actúan al margen de las personas. 

Tercero. La movilización tuvo impacto y generó conversación. Pero el efecto en la política fue limitado. Es un hecho que la presidenta Sheinbaum mantiene el respaldo de la inmensa mayoría de la población. Las preferencias no cambiaron y no se ve que cambien en el futuro, por lo menos en el corto y en el mediano plazo. La protesta sirvió como señal de sentimiento y de catarsis, pero no como motor de reacomodo en la política. La protesta mostró malestar, pero no reorganizó las fuerzas políticas. Funcionó como expresión de ánimo, no como punto de inflexión. Incluso sus momentos más tensos —las consignas duras, el choque con vallas, la narrativa generacional— no alteraron ni alteran las coordenadas del poder. En un país con problemas reales de seguridad e ingobernabilidad focalizada, la expectativa de que una marcha desencadenara una reacción política profunda resultó desproporcionada. Lo que dejó fue un registro testimonial, no una transformación del tablero. El contraste entre el ruido de la calle y la estabilidad de las mediciones nacionales exhibe una realidad incómoda: las expresiones de protesta capturan atención, pero no alteran la estructura. La movilización fue visible y emocional, pero su efecto final se situó más en el plano testimonial que en el político. El sábado ocurrió un hecho. El hecho refleja el clima del momento. La tensión subió, los resultados fueron casi cero. La protesta generó mucha energía. La protesta sirvió más como símbolo que como decisión. El malestar se mezcla con narrativas. Las narrativas compiten por imponerse. Y la correlación de fuerzas sigue intacta. Las calles hablan, pero las percepciones mayoritarias siguen el propio curso. Ahí está la paradoja del México actual: la inconformidad de un sector de la comunidad muestra un acto simbólico para hacerse presente, y las coordenadas del poder no cambian un ápice. 

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