El cerrojazo antidemocrático

Jorge Javier Romero Vadillo

Aún no sabemos exactamente en qué va a parar la reforma electoral que se ha propuesto emprender la Presidenta, pero ya tenemos suficientes señales para atisbar lo que pretende: acabar con la pluralidad en la representación legislativa o, lo que es lo mismo, reducir la presencia opositora hasta convertirla en mera simulación, como ocurría en los añorados años dorados de la época clásica del PRI.

Además de las andanadas presidenciales contra la representación proporcional —como cuando descalificó el documento del IETD con un “imagínense, quieren que haya el doble de plurinominales”— y su insistencia en reducir el número de escaños tanto en la Cámara de diputados como en la de senadores, el recorte drástico al financiamiento público de los partidos y otras lindezas expresadas en sus sermones matinales, el nombramiento de la comisión encargada de presentar el proyecto de reforma, integrada exclusivamente por sus empleados, leales y disciplinados, sólo augura una regresión de más de seis décadas en el acceso a la representación política en México.

El régimen del PRI nació al amparo de una legislación electoral que lo blindaba frente a la competencia. A principios de 1946, incluso antes de que el Partido de la Revolución Mexicana se transformara en el Partido Revolucionario Institucional, y en el punto culminante del pacto político de consolidación que estableció las reglas del juego que, en lo esencial, perdurarían hasta el final del monopolio político, el Congreso de la Unión aprobó la Ley Electoral Federal, diseñada para convertir las elecciones en un simulacro trianual de ratificación del dominio del partido oficial.

Aquella Ley puso en manos de la Secretaría de Gobernación la decisión sobre qué partidos podían participar en las elecciones, y estableció barreras para impedir la irrupción de candidaturas surgidas de rupturas dentro de la coalición de poder, al calor de las disputas por la sucesión presidencial. La intención era evitar, a toda costa, que se repitiera lo ocurrido con la candidatura de Juan Andreu Almazán en 1940; aunque todavía en 1952 Miguel Henríquez Guzmán logró irrumpir con arrastre en los comicios. Sería la última vez, hasta 1988, que un candidato lograría fracturar la unidad monolítica del régimen.

La ley de 1946, con su sistema de registro de partidos —que quedó grabado en la trayectoria de la institucionalidad electoral mexicana hasta nuestros días, salvo el breve paréntesis abierto por la reforma de 1977 y su fórmula de “registro condicionado”— restringió drásticamente la entrada a la competencia electoral. Ésta, por lo demás, estaba amañada no sólo por el filtro de la Comisión Federal Electoral, encargada de otorgar las constancias de mayoría (casi sin excepción al PRI), sino por la existencia de la calificación de la elección a cargo de un Colegio Electoral formado por los propios candidatos triunfantes, quienes decidían sobre la legalidad de su propia elección. Una joya democrática, sin lugar a duda.

El problema era que, para simular alguna pluralidad, uno que otro candidato de los partidos tolerados —el PAN y el Partido Popular— tenía que ser reconocido como ganador en su distrito. Por ello, algunos priistas, unos pocos, debían ser sacrificados, lo que causaba resquemores entre las filas de leales y disciplinados que esperaban pacientemente su turno en el recurrente juego de las sillas musicales marcado por la no reelección inmediata de legisladores. Así, en 1963 se inventó el sistema de “diputados de partido”, lejano aún a un modelo de representación proporcional, pero que creó la posibilidad de otorgar algunos escaños a los partidos que tan lealmente ejercían como oposición, sin tener que dejar sin su silla a quienes ya les tocaba su parcelita en el reparto de rentas y poder que implicaba una curul.

Se trataba, es obvio, de una “ficción aceptada”, según el concepto acuñado por François-Xavier Guerra en referencia a las elecciones porfirianas. Pero, a diferencia de lo que ahora vivimos, a partir de entonces todas las reformas electorales fueron progresivas, con la salvedad de la engendrada por el prócer Manuel Bartlett en 1986. Por cierto, él faltó en la lista de eminencias nombradas por la Presidenta en la comisión recién presentada, encabezada por el inefable Pablo Gómez, cuya carrera política floreció a partir de que, en 1979, fue elegido Diputado de representación proporcional del Partido Comunista–Coalición de Izquierda, tras la reforma política de 1977.

La reforma, impulsada por Jesús Reyes Heroles durante la Presidencia de José López Portillo, fue, sin duda, un diseño de gabinete. No fue producto de una negociación entre fuerzas relativamente equilibradas, pues eran aún los tiempos del dominio absoluto de la Presidencia sobre el Legislativo. Sin embargo, el Gobierno de entonces abrió un espacio para oír las voces de organizaciones hasta entonces excluidas de la vida pública oficial. Diversos grupos, de izquierda a derecha, participaron en las audiencias públicas previas a la reforma constitucional, y a la elaboración de la nueva Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales.

Desde entonces, de manera incremental y lenta, el consenso sobre las reglas de competencia electoral fue ampliándose, hasta llegar al pacto de 1996, con el que se inauguró el primer régimen democrático de la historia de México. Todas las reformas posteriores fueron producto de la negociación plural, sin que ninguna fuerza se impusiera por sí sola. Los intentos previos por recortar la representación —el de Felipe Calderón y el de Enrique Peña Nieto— lograron ser frenados por legislaturas en las que era indispensable concertar, pues ninguna podía imponer su mayoría para destazar la Constitución a su gusto. El IFE, primero, y el INE, después, fueron órganos electorales legítimos precisamente porque requerían la formación de coaliciones plurales para su integración, además de estar conformados por funcionarios profesionales que no necesitaban mostrar lealtad partidista para permanecer en sus cargos.

Sin embargo, con el nombramiento de la comisión de empleados para la elaboración de la nueva legislación electoral, el ciclo del consenso democrático parece haber llegado a su fin. Sin luz ni taquígrafos, Pablo Gómez encabezará el desmantelamiento de las reglas del juego con las que ha medrado, con lo que mostrará, sin ambages, al estalinista que nunca dejó de ser.

Share

You may also like...