La moral del líder, no del pueblo

Humberto Blizzard

En ningún país sensato es delito querer vivir mejor. Pero en la moral obradorista, aspirar a más puede ser pecado.

La aspiración humana —trabajar, ahorrar, crecer personal y profesionalmente, elevarse sin dañar a nadie— es legítima, y debería ser motivo de orgullo, no disgusto. Nadie con sentido común consideraría inmoral ahorrar honestamente y usar ese dinero para viajar o descansar. Pero en la 4T, ese impulso se convirtió en pecado moral. Porque para Andrés Manuel López Obrador, aspirar era sospecha, gastar era pecado, crecer era aspiracionismo.

Él mismo dijo: “la clase media aspiracionista… muy individualista… quiere ser como los de arriba, encaramarse lo más que se pueda, sin escrúpulos morales de ninguna índole”. Con esa premisa, transformó motivaciones personales en señales de traición al movimiento.

Y sin embargo, conviene ser claros: un diputado federal en México tiene ingresos más que suficientes para costear muchas cosas, entre ellas, un viaje al extranjero sin necesidad de hacer una sola cosa ilegal. Su dieta ronda los 79 mil pesos, pero con apoyos legislativos y de atención ciudadana, sus ingresos superan los 153 mil mensuales. Un senador gana 131 mil pesos netos al mes, con prestaciones adicionales que elevan su ingreso anual por encima de los 2 millones de pesos.

Con esas cifras, hablar de un vuelo a París en clase ejecutiva (unos 134 mil pesos) o pasar una semana en Madrid en un hotel de lujo como el Rosewood Villa Magna (hasta 25 mil pesos por noche) es caro, sí, pero no imposible. Ni siquiera requiere corrupción. Y si fuera con ahorros personales, están en condiciones legales para hacerlo.

Ahora bien: eso no significa que haya que aplaudirlo. En un país donde la mayoría de la población gana menos de 10 mil pesos al mes, este tipo de gastos puede resultar grosero o desproporcionado. No se trata de defenderlos. Hay razones sociales de fondo por las cuales mucha gente se indigna con estos excesos. Pero lo verdaderamente sintomático —y peligroso— es que en la 4T, parece importar más quedar mal con el líder. Más contradecir al dogma que confrontar el contexto del país.

Porque lo que desata condenas en el obradorismo no es tanto el contraste entre los ingresos públicos y la pobreza real de México, sino la ruptura con el discurso fundacional, aunque este pretenda justificarse en esa desigualdad. No es una moral colectiva la que impone límites. Es la moral personal de quien gobernó el país. Lo que alarma no es la desigualdad estructural, sino que alguien se desvíe del camino marcado por AMLO.

Y los ejemplos sobran. En los últimos meses, varios de sus figuras han sido exhibidas vacacionando en Europa: Noroña, Mario Delgado, Sergio Mayer, Enrique Vázquez Navarro, el propio Adán Augusto López. Algunos han tratado de justificarlo, otros han optado por el silencio. Pero el patrón se repite: lo que en otro político pasaría sin escándalo, en Morena es fuego cruzado. No por ilegal. Por herejía.

Ese es el punto central: en Morena no se castiga lo ilegal, se castiga lo simbólicamente desleal. No hay una vara ética compartida con la ciudadanía, sino un termómetro de fidelidad al relato original. Aquel que prometía una transformación espiritual, casi religiosa, en la forma de ejercer el poder.

Y ese termómetro se revierte.
El discurso se vuelve bumerán. Porque si AMLO decía que “el presidente de México se entera de todo”, ¿cómo va a explicar ahora Adán Augusto que no sabía nada sobre su exsecretario de Seguridad en Tabasco, Hernán Bermúdez, hoy prófugo y con ficha roja de Interpol? ¿No fue esa misma lógica la que usaron contra Calderón con el caso García Luna?

En su momento, López Obrador insistió en que no hacía falta una sentencia judicial contra Calderón: bastaba el hecho de que García Luna hubiera operado bajo su gobierno. Lo llamó culpable por omisión. Por jerarquía. Por cercanía. Por lógica. Hoy, esa misma lógica recae sobre uno de los suyos. Y no hay mucho margen para matices.

No hay forma elegante de huir de un espejo cuando uno mismo lo montó.

Y en medio de ese naufragio discursivo, hay una figura que sigue a flote: Claudia Sheinbaum. Ni hoteles ostentosos, ni vuelos privados, ni ostentación innecesaria. Ella puede repetir la frase “el poder se ejerce con humildad” sin que su biografía le contradiga. Y eso —en este contexto— la diferencia.

Tampoco es que Sheinbaum sea ajena al dogma obradorista. Lo ha seguido, lo ha replicado, lo ha defendido. Pero hay una diferencia fundamental entre predicarlo… y vivirlo. Mientras otros recitan los mantras con la cartera en otra parte, ella —en esto — ha sido congruente.

Y esa congruencia, en un momento donde los discursos colapsan, le da algo que los otros están perdiendo: autoridad simbólica. En Morena, no tener escándalos ya es una forma de liderazgo.

El verdadero problema de Morena no es que sus políticos viajen ni gasten. Es que siguen sujetos a una moral que ya no es social, ni colectiva, ni razonable. Es la moral personalísima de un hombre que convirtió su palabra en dogma. Y que dejó a sus herederos atrapados entre la austeridad que no viven… y la congruencia que no pueden fingir.

Nos vemos el próximo jueves. Tenemos una cita con el poder. Agendado.

*@betoblizzard

P.D. Esta semana se cumple un año desde que me integré al gran equipo de El Independiente. Gracias infinitas a J.C. Ramírez, a nuestro Director General, el Maestro Carlos Ramírez, y a Manuel López por la confianza. Y gracias también a Rodrigo Pérez por el apoyo constante (y por batallar con nosotros, semana a semana, con las entregas de cada columna).

¡Muchísimas gracias a todos ustedes por este primer año… el primero de muchos más!

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