En Campeche criticar al poder es delito de lesa majestad

Leopoldo Maldonado

Por más que se insista en lo contrario, en México hablar sigue siendo un acto de riesgo. No hace falta insultar ni mentir; basta con cuestionar a quien manda. El costo puede ser el descrédito, una demanda, el linchamiento digital o, como en el caso del periodista campechano Jorge Luis González, una sanción judicial —a manera de medida cautelar— que raya en lo absurdo: le han impuesto un censor que revisa cada palabra que dice.

González, de 71 años, fue vinculado a proceso desde junio tras una denuncia de la Gobernadora Layda Sansores. ¿El delito? Presuntamente “incitar al odio” en contra de la jefa del Ejecutivo estatal. En ese contexto, el Juez impuso medidas cautelares graves como el cierre del medio Tribuna y la prohibición para ejercer el periodismo. La resolución fue revocada por un tribunal colegiado federal, pero el alivio no duró. La fiscalía y la asesoría jurídica de Sansores solicitaron  inmediatamente “modificar” las medidas cautelares, y la Jueza de control, fuera de todo límite democrático, decidió someter cualquier declaración pública del periodista y del medio a revisión previa.

Suena extremo porque lo es. Bajo el pretexto de proteger la dignidad de una funcionaria, el sistema judicial ha revivido —de facto y sin nombrarlo como tal— el viejo y monárquico delito de lesa majestad: aquel que castigaba con dureza cualquier crítica al soberano. Antes se defendía al rey o reina. Hoy, a la figura política intocable, aunque sea electa democráticamente y seamos, en teoría, iguales ante la ley. La crítica se convierte en ofensa; la opinión, en agresión. El disenso queda a merced de un aparato judicial comparsa del poder político.

El caso González no es una excepción, sino el síntoma más claro de una tendencia creciente a perseguir judicialmente la crítica. En lo que va del sexenio, se han multiplicado las restricciones legales contra periodistas. Demandas por “daño moral” y la utilización facciosa de la legislación sobre violencia política de género, son claro ejemplo de ello. En los hechos, sobrevuela la idea de que cuidar el “honor” de las autoridades equivale a sustraerse del escrutinio público.

Mientras tanto, el discurso oficial presume que ya no se reprime como antes. Pero si decir lo que se piensa exige permiso judicial, si cada palabra debe ser validada por un interventor, si se sanciona al periodista por incomodar al Gobierno, entonces no hay libertad: hay censura previa, hasta ahora prohibida por la Constitución. 

Pero lo grave no es sólo la censura. También lo es la idea de que el poder tiene derecho a no ser cuestionado. Que si te castigan por hablar, “algo malo habrás dicho”. Que hay formas “correctas” de ejercer la libertad, siempre que no se molesten demasiado las autoridades. Y así, poco a poco, se instala el silencio disfrazado de corrección política. Paradójicamente, del otro lado, la Gobernadora Sansores —como muchos políticos morenistas— despotrica impunemente contra cualquier voz crítica. 

En este sentido, es una inversión radical del debate democrático bajo el cual, a mayor autoridad, menor protección al honor, reputación y buen nombre del funcionario o funcionaria. Pero en el nuevo régimen es al revés. A mayor investidura, mayor intolerancia a la crítica y mayores son las consecuencias legales contra el periodista o ciudadano crítico. Basta ver el caso “Dato Protegido”, donde la Sala Superior del oficialista TEPJF ha impuesto a la ciudadana Karla Estrella una pena infamante bajo la cual debe pedir disculpas en X a una Diputada oficialista por treinta días.

En Campeche, el mensaje ya está claro: criticar a la Gobernadora puede considerarse “discurso de odio”. Por lo tanto, para hablar de “la soberana”, hay que filtrar primero los mensajes para no ofenderla.

Tenemos que hacer una defensa del derecho a hablar sin miedo. Porque en democracia, la crítica no debería ser delito. Y porque la libertad de expresión no se agradece, simplemente se ejerce. Cuando no se puede ejercer, se defiende. Lo verdaderamente incómodo no es lo que se dice y recibe de buen gusto por el poder, sino lo que se prohíbe decir. Y ese discurso incómodo es el que resulta más relevante proteger por el derecho a la libertad de expresión

Hoy se tiene que tomar postura frente a esta andanada censora. Quien cree que callar o voltear a otro lado es neutralidad, olvida que el silencio también toma partido. Ese partido, en este contexto, es el de la censura y el autoritarismo.

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