Cuando la justicia la dicta el crimen

Juan Luis Montero García
En México, hay regiones donde la ley ya no la dicta el Estado, sino el crimen organizado. Lo más grave no es que eso suceda, porque lleva años ocurriendo, sino que como sociedad hemos comenzado a normalizarlo. Lo que antes generaba repudio, hoy genera resignación. Y lo que debería encender todas las alarmas, apenas si causa reacción.
En zonas de Jalisco, Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Zacatecas y otras tantas, los grupos criminales han asumido roles que no les corresponden: vigilan, castigan, imponen normas, cobran cuotas, ejecutan. Deciden quién puede vivir en una comunidad, quién debe salir, qué conducta es “aceptable”, y cuál merece una represalia violenta. No hay jueces. No hay proceso. No hay apelación. Solo hay sentencias unilaterales dictadas desde el miedo.
Se ha documentado cómo castigan robos, infidelidades o disputas vecinales, asumiendo funciones propias del sistema de justicia. Lo hacen con brutalidad, lo graban, lo difunden. Y lo más lamentable: muchos lo justifican con frases como “al menos ellos hacen algo” o “con ellos hay orden”. Esa frase, repetida con desencanto, es la derrota más clara del Estado de Derecho.
Porque cuando el crimen reemplaza al Estado, ya no estamos ante un problema de seguridad pública: estamos ante una jurisdicción paralela que erosiona el pacto democrático y anula el principio de legalidad.
Como abogado penalista con tres décadas de experiencia, puedo decir con toda claridad: el vacío de autoridad jamás permanece vacío. Si el Estado no investiga, no sanciona y no protege, alguien más lo hará. Y cuando lo hace quien no tiene límites legales ni éticos, lo que sigue es la arbitrariedad pura.
El crimen no solo comercia drogas o armas. También trafica con impunidad, desesperanza y necesidad social. Se presenta como alternativa en lugares donde el gobierno es una presencia decorativa o ausente. Así, genera obediencia no por legitimidad, sino por miedo o por conveniencia.
Y aquí es donde se conecta el problema con el fondo: el sistema de justicia en México es lento, burocrático, débil y, en muchos niveles, corrupto. No investiga con eficacia, no castiga con oportunidad y no protege a quien denuncia. Las víctimas no esperan justicia del Estado, porque han aprendido que rara vez llega.
Pero la solución no es que el crimen ocupe ese espacio. No podemos permitir que el castigo violento sustituya a la ley. No podemos aceptar como normal que una comunidad prefiera acudir al “jefe” de la zona en lugar del Ministerio Público. Eso no es orden. Es sometimiento.
México necesita reconstruir su sistema penal, su presencia institucional y su confianza ciudadana. Se necesita una política criminal seria, profesional, que entienda el territorio, que recupere la calle y que proteja al inocente. Y también, se necesita una sociedad que exija y que no aplauda lo que claramente es una señal de derrota.
La justicia no puede depender de pactos con criminales ni de silencios impuestos. Si la ley deja de ser el camino, lo que queda es la violencia disfrazada de control…
Así lo pienso, ¿y tú?