El muro invisible

Humberto Blizzard
Hay despliegues que no necesitan ladrillos para ser muros. Basta con que se postren personas, con uniforme, fusil y la orden ambigua de “vigilar”.
Lo que esta semana ordenó Donald Trump —la transferencia de 110 mil acres de terreno federal al Ejército para una base militar en la franja limítrofe con México— no solo es una provocación. Es también una advertencia. Una más.
Y es que esto se suma a los buques y aviones militares de aquel país que han sido vistos, semanas atrás, muy cerca o incluso sobre territorio mexicano.
Ante esto, la presidenta Sheinbaum reaccionó con mesura, como ha hecho con Trump desde que regresó a la Casa Blanca. México envió una nota diplomática solicitando que se respete la frontera, que no se extralimiten, que se mantenga la cooperación. Un gesto institucional, sobrio, necesario. Pero que también podría ser insuficiente.
Porque lo que ocurre del otro lado del río Bravo no es un episodio aislado ni una ocurrencia. Es parte de una estrategia que lleva semanas, meses, años gestándose: la militarización de la frontera como espectáculo electoral, la criminalización del migrante como bandera de campaña, el endurecimiento hacia México como fórmula política. Una fórmula que ya le ha funcionado a Trump para convertir a México otra vez en uno de sus antagonistas favoritos.
Y mientras tanto, del lado mexicano se protesta, pero no se confronta. Se administra la crisis sin entrar al fondo: que cada metro que ocupa el Ejército de Estados Unidos en su franja sur no solo es un mensaje interno para los votantes republicanos; también es un mensaje externo. Para México. Para Sheinbaum. Para el resto del continente.
Este no es el muro de concreto que generó protestas en 2017. Es uno invisible, sí, pero más eficaz: un muro que se impone sin tocarlo.
Y lo más delicado es que ocurre en un contexto de silencio. La militarización ya no escandaliza como antes. No hay marchas. No hay protestas. No hay voces fuertes en el Congreso.
Y es que, de alguna forma, ya nos hemos acostumbrado: desde hace años, los militares —primero vestidos de soldados, ahora de guardias “civiles”— han tomado la seguridad del país. ¿Por qué habría de generar “ruido” que soldados estadounidenses, cerca de México pero aún dentro de su territorio, se postren a labores de vigilancia?
La narrativa de Trump es clara: la frontera sur no es un límite entre dos naciones, es una línea de guerra. Y como toda guerra, necesita enemigos. Los migrantes. Los narcos. México. Esos personajes que pavimentaron, en buena medida, la llegada del propio Trump a la Casa Blanca. Dos veces.
En ese contexto, el despliegue militar no es un acto defensivo. Vaya, ni siquiera es realmente militar.
Es un símbolo. Y como símbolo, es brutalmente eficaz: demuestra fuerza, voluntad, control. Aunque no cruce un centímetro. Aunque no capture a nadie. Aunque no dispare una sola bala.
Y México, en cambio, responde desde la moderación. Desde la espera. Desde la confianza en los canales diplomáticos. Una postura entendible, incluso prudente, que hasta hoy parece haber funcionado, pero corre el riesgo de ser leída eventualmente —allá y acá— como debilidad.
El despliegue militar no es nuevo, pero sí es distinto. Porque ahora México no está gobernado por un López Obrador dispuesto a ceder para mantener sus programas sociales. Ahora hay una presidenta que ha prometido respeto mutuo, cooperación regional, una política migratoria más humana. Pero ¿cómo se negocia con un muro? ¿Cómo se pacta con la amenaza?
Trump ha demostrado que no necesita acuerdos bilaterales, tratados ni consensos para imponer su agenda. Lo hizo en 2018 con los aranceles, en 2020 con la presión migratoria, y lo hace ahora con este nuevo muro que no se construye: se ocupa. Y lo hace, además, en un contexto donde ya no tiene contrapesos políticos en su país: ni el Congreso, ni la Corte.
El gobierno de Sheinbaum tiene frente a sí una oportunidad, pero también una obligación: convertir esta agresión simbólica en un punto de inflexión. No para romper con EE.UU., sino para redefinir la relación bilateral. Para demostrar que México no es solo socio, sino Estado soberano. Con voz. Con postura. Con límites.
Una postura que no dependa del cálculo electoral, sino de principios: respeto territorial, cooperación regional, defensa de derechos humanos y —sobre todo— defensa de los nuestros.
Porque, al final, el muro no solo separa migrantes de policías fronterizos, también mide cuánto estamos dispuestos a permitir antes de hablar.
Hoy no necesita invadir: le basta con avanzar metros, posar tanques, agitar miedo.
Y México, mientras tanto, espera. A que no crucen, no pasen, no disparen.
Pero el disparo ya está hecho. Es político. Es simbólico.
Y aun así, el disparo no ha llegado a su blanco. Todavía se puede esquivar la bala. México necesita levantar la voz. No solo en papeles diplomáticos. También en su narrativa. En su seguridad. En su estrategia regional.
Porque este muro —de soldados, no de concreto— también puede ahogarnos si no sabemos verlo a tiempo.
Nos vemos la próxima semana. Tenemos una cita con el poder.
Agendado.