Sobre el combate a la criminalidad y la delincuencia
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Mario Luis Fuentes
México enfrenta una de las crisis de seguridad más complejas de su historia reciente. La violencia, el narcotráfico, la extorsión, el secuestro y el robo son solo algunas de las manifestaciones de un problema profundo que afecta a millones de personas; en efecto, la ENVIPE reporta que cada año se registran más de 30 millones de delitos, de los cuales se denuncia menos del 10%.
En respuesta, el Estado ha optado por una estrategia que se ha convertido en el sello distintivo de la política de seguridad: el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional en todo el país. La idea es clara: restaurar el orden mediante la presencia militar. Sin embargo, tras años de aplicación, los resultados no han sido los esperados, y las dudas sobre la efectividad de esta medida se han multiplicado.
En los últimos años, el gobierno ha apostado por una estrategia basada en la militarización de la seguridad pública. Tropas recorren calles, avenidas y carreteras con el objetivo de contener la violencia y suplir las deficiencias de las instituciones civiles encargadas de la seguridad. A primera vista, parece una medida lógica: cuando las policías estatales y municipales son incapaces de frenar la criminalidad, el Ejército y la Guardia Nacional parecen ser la mejor alternativa.
Sin embargo, esta estrategia tiene serias limitaciones. Para empezar, el simple aumento de presencia militar no es suficiente para reducir la criminalidad de manera estructural. Las Fuerzas Armadas no están diseñadas para combatir el crimen desde una perspectiva integral. Su formación está orientada a la defensa nacional y a conflictos bélicos, no a tareas de seguridad pública como la prevención del delito, la construcción de una cultura de legalidad o la consolidación de instituciones civiles fuertes.
Además, la presencia masiva de tropas no siempre disuade a los grupos criminales. En muchas regiones del país, el despliegue militar ha derivado en enfrentamientos violentos, donde no solo mueren delincuentes y elementos de seguridad, sino también civiles inocentes. Esto genera una sensación de inseguridad constante y contribuye a la desconfianza en las autoridades.
Otro aspecto que no puede pasarse por alto es el impacto que tiene este enfoque en las propias Fuerzas Armadas. La seguridad pública no es su misión original y su involucramiento constante genera efectos adversos. Por un lado, implica un gasto considerable en términos de recursos humanos, materiales y financieros. Los soldados y guardias nacionales, en lugar de centrarse en tareas estratégicas de defensa nacional, están atrapados en una dinámica de patrullaje constante que desgasta su capacidad operativa.
Por otro lado, el uso excesivo de las Fuerzas Armadas en seguridad pública puede comprometer su legitimidad ante la ciudadanía. En varios casos, su intervención ha sido cuestionada por violaciones a los derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales y operativos mal ejecutados. Este tipo de situaciones no solo debilita su imagen, sino que también erosiona la confianza en las instituciones del Estado.
Más allá del debate sobre el papel de los militares en la seguridad, el problema de fondo es la falta de una estrategia integral. Actualmente, no existe un plan claro que vincule a todos los actores involucrados en el combate a la delincuencia. Los esfuerzos del gobierno federal, los estados y los municipios suelen estar descoordinados, lo que da lugar a respuestas fragmentadas e ineficaces.
Sin una visión de largo plazo, la militarización se convierte en una solución temporal que no ataca las causas estructurales de la violencia. La pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción en los cuerpos de seguridad y la impunidad siguen siendo factores que alimentan la criminalidad. Sin atender estos problemas, cualquier estrategia de seguridad tendrá un impacto limitado.
Otro desafío fundamental es garantizar que las estrategias de seguridad respeten los derechos humanos. El despliegue militar ha estado acompañado de denuncias por desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y violaciones al debido proceso. En muchos casos, la falta de supervisión civil ha permitido abusos que quedan impunes. El respeto a la legalidad y a los derechos fundamentales no puede ser un tema secundario. Si el Estado recurre a tácticas de fuerza sin controles adecuados, corre el riesgo de convertirse en parte del problema en lugar de ser la solución. Para lograr una seguridad efectiva y legítima, es necesario fortalecer las instituciones civiles, capacitar a los cuerpos policiales y garantizar que la justicia funcione sin excepciones.
Si México quiere avanzar en la lucha contra la delincuencia, debe replantear su enfoque. Más allá de aumentar el número de militares en las calles, es imprescindible diseñar políticas públicas que ataquen las raíces de la criminalidad. Es fundamental invertir en la prevención del delito, priorizando la educación, el empleo y la inclusión social. También es necesario fortalecer las instituciones de seguridad civil, asegurando que las policías locales cuenten con formación, salarios dignos y mecanismos de supervisión que prevengan la corrupción.
Asimismo, garantizar el acceso a la justicia es clave para combatir la impunidad y reforzar el debido proceso, evitando detenciones arbitrarias y violaciones de derechos humanos. La coordinación interinstitucional debe ser una prioridad, de manera que el combate a la delincuencia no dependa exclusivamente del gobierno federal, sino que involucre a estados, municipios y organizaciones civiles.
El combate a la criminalidad en México es un reto que exige respuestas más allá de la militarización. La evidencia muestra que, sin una estrategia integral, el despliegue de tropas no resolverá el problema de fondo y, en algunos casos, puede agravarlo. Es momento de cambiar el rumbo. México necesita un modelo de seguridad basado en la inteligencia, la prevención y el respeto a los derechos humanos. La solución no está en la fuerza bruta, sino en la construcción de un Estado que garantice seguridad y justicia para todos.