‘Populicracia’ mexicana
Javier Rosiles Salas
En mis recientes publicaciones académicas y conferencias he llamado la atención sobre la construcción de un modelo de ejercicio del poder en México al que denomino “populicracia”.
Parte de la necesidad de evitar confusiones conceptuales, siendo una de las más importantes la de comparar democracia con populismo. Hay que decirlo con claridad: democracia y populismo son compatibles, no comparables.
La democracia es una forma de gobierno en tanto que populismo es una ideología, de ahí que compararlos sea un error, salvo que se esté de acuerdo en equiparar peras con manzanas. Lo importante de este punto es que el populismo no puede sustituir a la democracia, en todo caso la puede acompañar o contribuir a su erosión.
El problema con la ya abundante literatura que examina el populismo es que en ella se destaca el aspecto polisémico del término, lo que reduce significativamente el compromiso por posicionarse en el amplio espectro en el que se puede mover el concepto. Lo paradójico es que pese a lo neblinoso de la definición, se señala a los populistas con infalibilidad. No está claro el significado y, sin embargo, no se duda en señalar, con dedo flamígero, al significante.
Si la democracia es una forma de gobierno, el populismo es una ideología “delgada”, perdonando el prurito académico, tal como lo consideran Mudde y Rovira: “debido a lo limitado de su núcleo ideológico y sus conceptos, el populismo aparece necesariamente vinculado a otros conceptos o familias ideológicas, que por lo general son como mínimo tan relevantes para los actores populistas como para el populismo en sí. En particular, los actores políticos han combinado el populismo con una variedad de ideologías delgadas y gruesas, como el agrarismo, el nacionalismo, el neoliberalismo y el socialismo”.
Un elemento que cabe agregar a lo anterior es que la acepción de populismo no es necesariamente peyorativa. Puede ser signo de polarización social y de líderes con poder desmedido, pero también de movilización política y de participación ciudadana. Puede expresar desprecio por las instituciones y simplificación de los problemas públicos, pero también exigencia de rendición de cuentas y reclamo de justicia social.
En este marco, defino la populicracia como una forma de gobierno “transicional” que se encuentra sostenida en la ideología populista. Pero que por las características propias de populismo como ideología delgada constituye una mezcla, la concurrencia de dos formas de gobierno y dos ideologías: democracia y autocracia, por un lado, y liberalismo y populismo, por otro.
El gran reto se encuentra en establecer en qué medida una ideología y una forma de gobierno prevalece o se impone en un momento y país en donde se desarrolla el modelo populicrático. Es decir, una populicracia podría acercarse más a una democracia de corte liberal o, en el extremo, a una autocracia populista.
Se debe destacar, en todo caso, la característica de transicional de las populicracias, lo que significa que no hay garantía sobre hacia dónde derivarán después de que fracasen o simplemente cambien las condiciones que permitían su continuidad.
Para el caso de México, además de la prolongación del proyecto de la llamada Cuarta Transformación en 2030, dependiendo de su desempeño y de la popularidad de la presidenta Claudia Sheinbaum, están las posibilidades del regreso al poder de los partidos tradicionales, destacadamente el PAN en tanto la fuerza opositora más importante en el país y, desde luego, la aparición de outsiders de la política.
Hay dos desafíos para las populicracias: la fatiga de la ciudadanía frente a la polarización en el discurso que las sostiene y la sucesión del líder carismático (aquí sigo a Casullo cuando habla de estos dos aspectos para el caso de regímenes populistas).
En lo que corresponde a la sucesión, en México se construye un modelo populicrático exitoso, en lo que constituye el primer caso en América Latina en el que el reemplazo del líder carismático y populista no termina en una ruptura y no pone en riesgo la gobernabilidad, como ocurrió clara y destacadamente en los casos de Bolivia (Evo Morales versus Luis Arce) y Ecuador (Rafael Correa versus Lenin Moreno). Siendo la excepción Venezuela, en donde no hubo posibilidades de conflicto en el proceso sucesorio dada la desaparición física –y no sólo alejamiento de la vida pública como en el caso mexicano– de Hugo Chávez.
A dos meses del nuevo gobierno federal es imprescindible establecer cuál es el rumbo que sigue el país en lo que corresponde al manejo de las instituciones del Estado. Hay una fuerte bruma por contrariedades que tienen que ver con la inseguridad, las amenazas del próximo presidente de Estados Unidos y una inestabilidad normativa-institucional propiciada por una serie de reformas que tendrán que ponerse en marcha.
Habrá que ver si las condiciones que se están generando nos llevarán más a una versión autoritaria o democrática del ejercicio del gobierno en medio de un discurso ideológico en el que privan más las posturas populistas que liberales.