La sociedad que castiga a los ejemplares

Saúl Arellano

Étienne de La Boétie fue un filósofo que nació en 1530. Publicó en 1577 uno de los libros clásicos de la filosofía política moderna, su famoso Discurso de la Servidumbre voluntaria. Una de las ideas que se plantearon en ese libro dice, a la letra: “«Es el pueblo el que se subyuga, el que se degüella, el que pudiendo elegir entre ser siervo o ser libre, abandona su independencia y se unce al yugo; el que consiente su mal o, más bien, lo busca con denuedo”.

De acuerdo con este filósofo, en términos resumidos, el pueblo obedece ciegamente por la simple razón de que ele gusta hacerlo. A pesar de que la evidencia de todos los días parece darle la razón, una explicación así no basta para comprender qué es lo que lleva a las muchedumbres a elegir a las y los peores y a optar por dirigentes que tienen todo, excepto la capacidad, la moralidad o el talento para resolver los problemas públicos.

Traer al presente la obra de La Boétie tiene pertinencia, porque seguimos presenciando el predominio del ánimo de la mediocridad y la decadencia en prácticamente todos los espacios de la vida pública. Dice en el propio texto: “Ciertamente, es gran cosa, sin embargo, es tan común que estamos lejos de afligirnos, y mucho menos de sorprendernos por ello, ver a un millón de hombres servir miserablemente, con el cuello bajo el yugo, no forzados por una fuerza mayor, sino de algún modo, (eso parece) como encantados y fascinados por el solo nombre de uno, del que no deben ni temer su poder, pues está solo, ni amar sus cualidades, pues es con ellos inhumano y salvaje”.

Siglos más adelante, Max Weber explicaría este fenómeno a través de su explicación de los diferentes tipos de dominación, entre los que se encuentra la dominación carismática, que tiene en el centro a figuras consideradas como providenciales, con cualidades metafísicas y ultra-humanas, y a las cuales se les llega incluso a revestir del carácter de santidad.

No importan entonces que el o la líder, sea machista, xenófobos, ignorante, violento, autoritario, intolerante… lo que sea. “el pueblo” simplemente no lo ve así; y antes bien, quiere creer que se trata de alguien que les quiere como un padre bueno (qué razón parece que tenía Freud), o como un redentor que todo podrá resolver o poner en ruta de solución permanente. Se trata de lo que en nuestras sociedades se conoce como “el hombre fuerte”; “la persona inevitable e insustituible” y otros adjetivos que lo único que denotan es un profundo culto a la personalidad.

Por eso La Boétie se lamentaba: “Mas ¡oh Dios!, ¿qué puede ser esto, cómo diremos que se llama, qué desgracia es esta? ¡Qué vicio, o más bien qué aciago vicio, ver a un número infinito de personas, no obedecer, sino servir; no ser gobernadas, sino tiranizadas… ¡Y no de un Hércules ni de un Sansón, sino de un solo homúnculo, y, lo más frecuentemente, del más cobarde de la nación, no acostumbrado al polvo de las batallas, sino apenas, y a lo sumo, a la arena de los torneos…”

De manera similar a lo que percibía La Boétie en nuestras sociedades proliferan figuras de liderazgos políticos que, bajo un análisis crítico mediano, fácilmente quedan revelados como seres que, en el mejor de los casos, representarían la mediocridad más llana y, ya sin concesiones, como portadores de una supina y hasta cínica ignorancia, que se refleja en gobiernos que van de regulares a muy malos.

¿Pero cómo llegan esos sujetos al poder? Porque para colmo, dada su mediocridad, se rodean de seres iguales o peores; porque en evidencia, no pueden permitir que haya nadie que les supere o aparezca públicamente con mayor o igual capacidad que quien ejerce el liderazgo.

Una de las explicaciones generales se encuentra en la cultura de resentimiento que parece prevalecer en nuestros tiempos, y desde la cual se premia a la mediocridad y se sanciona a la ejemplaridad. En efecto, no es que no se reconozca al talento, que ya sería demasiado, sino que incluso se le ataca y se le reprime con la furia y fuerza con que en la Edad Media se perseguía a los herejes porque, efectivamente, el talento y la inteligencia, y su ejercicio en el ámbito de lo público, constituye un anatema.

Así, se silencia a la inteligencia por todos los métodos posibles que, en sociedades como la mexicana, se ha llegado al extremo de una realidad macabra en que se asesina a diestra y siniestra a periodistas y personas defensoras de los derechos humanos.

Los resultados de esta realidad en México están a la vista: tenemos un Congreso en que, como nunca, disponen de curules personas que llegaron auténticamente por rifa; gobernadoras y gobernadores que son tanto síntoma como símbolo de la oclocracia; en unos meses comenzaremos a tener jueces y juezas elegidos popularmente sin filtros serios respecto de su capacidad y conocimiento teórico y técnico, y suma y sigue…

Y es que se ha caído en el error de pensar que todo aquello que busca la excelencia en el ejercicio de lo público o de cualquier otro espacio social, debe y puede ser considerado como “tecnócrata y neoliberal”; cuando por el contrario, la búsqueda aristocrática (el gobierno de las y los mejores) del saber y el poder es atacada sistemáticamente, ahora también desde el poder público, bajo la ideología de una pretendida bondad igualitaria que nos puede conducir a un precipicio del que costará mucho tiempo y esfuerzo poder salir.

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