Sobreviví a 1968

Gilberto Guevara Niebla

El próximo 31 de agosto cumpliré 80 años, lo cual, para mí, es motivo de regocijo y alegría. Agradezco este trayecto a la vida misma, a mi esposa, a mis hijos y a mis amigos que crearon para mí un ambiente de amor y calidez protectora que me permitió sobrevivir.

Porque soy un sobreviviente. Mi vida no ha sido fácil. Pude sobrevivir a la masacre de Tlatelolco, a las torturas del Campo Militar No. 1, a casi tres años de cárcel y a un breve exilio en Chile y, sobre todo, superé sus consecuencias traumáticas que me hundieron en la depresión y la angustia. Hubo muchos otros compañeros del Consejo Nacional de Huelga que, tristemente, no lograron superar esas experiencias y perdieron la vida en el camino.

Fui víctima, pero por un extraño mecanismo psicológico (sobre el cual habla Frantz Fanon en los Condenados de la tierra) me hizo esclavo de un profundo –y estúpido—sentimiento de culpa. En la tortura, la culpa se transmite del verdugo a la víctima. La culpa marcó, dolorosamente, muchos años de mi vida y me llevó a los extremos más dolorosos de la desesperación.

Una nube mental me impedía recordar los hechos de 1968 tal y como sucedieron; reconocer que los estudiantes fuimos víctimas ingenuas de una conspiración de estado y de una salvaje e inaudita violencia. Una violencia sangrienta, mortal, dirigida por el estado e instrumentada por las fuerzas armadas y por las policías civiles contra un grupo de civiles inermes –los estudiantes– que pensábamos que era posible conquistar las libertades civiles fundamentales para México.

Cuantas pesadillas, cuántos remordimientos, cuántas autoflagelaciones sufrí –Y sufrieron conmigo otros miembros de mi generación– durante años. Nunca, sin embargo, he renunciado a mis convicciones políticas elementalmente democráticas.

Pero sobreviví, lo hice en un entorno agresivo, tiránico, criminal, donde a los herederos de 1968 –durante años– nos espiaron y nos acosaron diariamente, muchas veces, colocando a nuestro lado a agentes de seguridad disfrazados de amigos fraternos, interviniendo nuestros teléfonos, invadiendo nuestra intimidad, etc.

Su propósito era mostrarnos que seguíamos bajo su control y nosotros sentíamos asimismo que continuábamos atrapados en las redes del poder y que la frontera entre la vida y la muerte se podía traspasar en cualquier momento. En cualquier momento –dichos de otro modo– podías desaparecer o ser eliminado pues habías aprendido que los verdugos, –ejército y policía política–, no tenían freno moral alguno.

Pude sobrevivir poque la política nacional se transformó gradualmente. En ese contexto cada vez más democrático pude crecer: obtuve una plaza en la UNAM, estudié en el extranjero, hice una familia, pude escribir en la prensa e, incluso publiqué una revista mensual de educación durante 18 años (Educación 2001). Pero, sobre todo, pude liberarme del trauma de 1968. No fue fácil, pero con la ayuda de la psiquiatría hice frente a la depresión que me torturó durante muchos años del post-68.

He cometido muchos errores en mi vida, pero siempre me esforcé por ser fiel a mí mismo. Mis decisiones han sido coherentes con mis principios. Acepté, por ejemplo, trabajar en el sector público (SEP) –en dos ocasiones—pero sin renunciar a mis convicciones, siempre guiado por el anhelo de que, al aceptar esas ocupaciones, tendría la oportunidad de participar directamente en las decisiones de política educativa. Cosa que nunca ocurrió. Nunca hice, en esos empleos, compromisos partidarios y, aún, trabajando en el sector público mantuve mi actitud crítica frente a mis empleadores.

No, la vida para mí nunca fue una fiesta. Fue, por el contrario, una lucha penosa: luché por elevar la calidad de la educación y para ello publiqué libros y materiales que, en un momento dado, ayudaron a tomar decisiones públicas; luché por la democracia acompañado de mis amigos del Instituto de Estudios para la Transición Democrática.

La experiencia de 1968 determinó mi vida, pero al final, pude construir una familia y rodearme de amigos sinceros que me han apoyado emocional y moralmente. A los 80 años de vida he abandonado cualquier rasgo de orgullo, mi actitud es de elemental humildad y sin perder nunca de vista que hay que seguir luchando por la educación y por la democracia.

Share

You may also like...