Más educación, una apuesta ante la complejidad del mundo contemporáneo

José Guillermo Fournier Ramos

El tema educativo se ha vuelto recurrente en el discurso público, lo cual tiene por su parte mucho de bueno, aunque también conlleva algunos riesgos.

Es positivo que se ponga sobre la mesa una y otra vez el poder de la educación para cambiar la vida de las personas y las sociedades; a la par, es peligroso banalizar el término educación de tal suerte que acabe siendo una mera abstracción intangible.

Considero fundamental asumir a la formación educativa no como una narrativa de ideología o posiciones políticas, sino como una fuerza presente en la vida de cada individuo para mejorar su entorno, a través del conocimiento, el pensamiento crítico y la creatividad.

Son muchas las historias de superación personal que dan cuenta del impulso educativo para escalar en el medio profesional y alcanzar el éxito en distintas expresiones -reconocimiento, influencia, situación económica-.

Sin embargo, debemos decir que las sociedades realmente prósperas son aquellas en que la educación es de acceso universal y de calidad, de modo que los casos de superación no representan relatos excepcionales y aislados, sino que todos los ciudadanos disponen de iguales de oportunidades para crecer y desarrollarse.

Aquí cobran especial relevancia visiones compartidas de grandes líderes globales respecto de la educación como motor del progreso humano:

Nelson Mandela, Premio Nobel de la Paz sudafricano la definía como el arma más poderosa para transformar el mundo; Tony Blair, ex primer ministro de Reino Unido, la asumía como la principal apuesta para superar cualquier reto local o global; y el Papa Francisco habla de ella como la herramienta idónea para dotar de voz a los grupos vulnerables o excluidos.

Pero el proceso de aprendizaje no puede darse por sentado tras la declaración de un personaje político o la promulgación de una ley, sino que requiere de diversos elementos convergentes para ser efectiva e impactar la realidad de las personas.

La formación educativa inicia en la primera infancia. Hoy sabemos que los primeros cinco años de la niñez resultan determinantes en el futuro de cualquier mujer u hombre. Por ello, queda claro que la educación empieza en el hogar, por lo que no cabe duda de que el círculo familiar es la primera escuela.

Después, la etapa escolar brinda a las niñas, niños y adolescentes, no solo conocimientos básicos. Las instituciones educativas ofrecen además espacios de interacción donde se forjan valores individuales, éticos y sociales que son cruciales en el desarrollo humano.

Más adelante, la instrucción universitaria -que todavía no está al alcance de la mayor parte de la población- contribuye a moldear en los jóvenes proyectos de vida en sentido amplio, con ilusiones y objetivos por cumplir, tanto en el ámbito profesional como en el aspecto personal.

Es evidente que la necesidad de aprender no se agota al concluir los estudios en los centros de educación tradicionales. Los humanos estamos programados para buscar el conocimiento y hallarlo por medio de la experiencia. Quien pierde la capacidad de asombrarse pierde también un poco -o un mucho- de vitalidad.

Por cierto, los profesores juegan un papel fundamental para inspirar a sus alumnos en el descubrimiento de nuevos horizontes. Todas las personas recordamos a un maestro que nos marcó de alguna manera, motivándonos a seguir adelante.

Empero, considero que el modelo educativo debe adaptarse con urgencia a los desafíos del siglo XXI; hace falta una formación con mayor enfoque en la colaboración, el sentido ético y el pensamiento creativo. Ahí tenemos una asignatura pendiente.

Revalorizar la educación es urgente si es que aspiramos a construir un futuro de esperanza, con más justicia, igualdad y respeto de los derechos humanos.

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